Hay dos opciones:
considerar a Fellini un reaccionario o pensar, como en aquel texto sobre El Árbol, El Alcalde y la Mediateca de
Rohmer, que no todo progreso es bueno, que a veces el tiempo pasado si fue
mejor y que en el futuro se aproxima, como una peste, la banalidad. Eso es lo
que le pasa a Marcelo: en la tierra de los Cesares, de los Medicis y de Dios,
la burguesía pierde el tiempo y el sentido en fiestas interminables, en el
culto a esos becerros de oro que son
las estrellas de cine y en el hedonismo individualista. Primero vemos a Cristo
colgado de un helicóptero, como si este fuera un adorno, y por ultimo vemos un
monstruo que, en un exceso de poesía, refleja eso en lo que Marcelo se ha
transformado. En el medio agoniza la clase media de un país que se recuperaba
fenomenalmente en lo económico pero que agonizaba en lo moral, algo que ya Rossellini
anticipaba, en su versión proletaria, en la película recientemente comentada, Dov’e e la liberta…? El final de Marcello
es peor que la muerte de Steiner, es indigno y cobarde, quizás porque se ha
encerrado en un callejón sin salida: niega la vida burguesa (¡eso no es amor, es embrutecimiento!)
pero tampoco es un romántico o un solitario. Duele admitirlo, pero quizás sea
sencillamente un idiota, un idiota consciente de su idiotez, un condenado.
El visionado de
la película, de más de tres horas de duración, es casi insoportable, y como
admirador del cine americano de estudios no dudo que el aporte de un productor
carnicero le hubiera venido genial al corte final. Fellini es excesivo y su ego
notable se puede percibir en cada encuadre, pero quizás la película sirva
incluso como testimonio de un cine que ya no se puede hacer, un cine en el que
un director-artista gastaba millones de dólares en hacer su pequeña pieza personal y era celebrado a la vez por el gran público y por la crítica
especializada. Tales cosas ya no suceden.
Otto e mezzo es la gran película de Fellini porque, en lugar
de centrarse en una pura crítica de clase, hace foco en la relación del hermoso
y genial Mastroianni con las mujeres y roza, entonces, lo universal. La Dolce Vita tiene demasiadas
secuencias en las que los símbolos y las alegorías conspiran contra su belleza.
Hay algo poco natural en su ritmo, una intención poética que tiene un trazo
demasiado grueso. Pero Fellini es tambien un estilista, un creador de iconos, y es innegable su genio para crear un mundo que pasaria a formar parte de esa cultura pop que el detestaba. Su contradiccion es fatal.
Fellini siente asco al presente y miedo al futuro, y quizas por eso se refugiaría luego en el pasado, un pasado idílico
y fantasioso, irrepetible, que llegaría a su cumbre en Amarcord. Pero la duda permanece, y habria que preguntarse si esa sordera final de Marcello llega o no hasta nuestros dias.
JPS
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