viernes, 30 de marzo de 2012

The Violent Men de Rudolph Mate (1955)

Desconocía la existencia de Rudolph Mate, director de fotografía devenido en director que compartió época con otros realizadores notables y quedo relegado a un segundo plano en ese largo melodrama que llamamos historia. The Violent Men es un western que oscila entre la grandeza y la anécdota, aunque para un fan del western no deja de ser una experiencia de entretenimiento puro.

En principio, el elenco es extraordinario, con el siempre subestimado Glenn Ford como protagonista, junto a los legendarios Edward G. Robinson y Barbara Stanwyck. No sé cuantas cosas más se pueden decir acerca de Robinson, era un actor inmenso y conmovedor que sabia darle integridad a cualquiera de sus personajes, uno de los más grandes de Hollywood en toda su historia, sin dudas. Stanwyck, por su parte, está aquí algo atada el estereotipo que debe componer y no tiene la suficiencia para aportarle matices, aunque ya desde Double Indemnity es imposible no disfrutar su presencia en pantalla. Por último, Glenn Ford y su rostro sin gestos son un placer cinematográfico que solo aquellos que han visto The Big Heat saben comprender.

La trama de The Violent Men está llena de giros y sorpresas. A diferencia de las obras maestras de Ford, en las que el argumento fluye naturalmente y sin torpeza, aquí hay ciertas trampas de guion que afectan un resultado final que oscila entre el estilo grandioso de algunas escenas y la resolución burda de otras. La película cuenta la historia de Wilkinson, un estanciero poderoso interpretado por Robinson que planea comprar por la fuerza todas las estancias a su alrededor para trazar un monopolio ganadero. El único capaz de negarse a tal imposición es el ex soldado de la guerra civil John Parrish (Ford), que en su obstinada y digna lucha perderá todo lo que tiene. A lo largo de la película se va revelando el secreto que se esconde en el imponente rancho de los Wilkinson, en el que vive el viejo junto a su mujer (Stanwyck), su hija y su hermano.

El film no le teme a la violencia y es, en ese sentido, mucho más explicito que los western populares: hay asesinatos, incendios, fusilamientos, y toda clase de maltratos que harían las delicias del público de la época. La primera parte de la película, cuando se plantean los conflictos, es muy buena, los personajes se presentan con fluidez y verosimilitud, a través de una bella e imponente fotografía en CinemaScope en la que los escenarios desérticos se ven en toda su inmensidad. Pero luego, promediando la mitad de la película, el guion se hace más fuerte que el drama, y debería citar aquí al gran Yazujiro Ozu que dijo alguna vez yo filmo drama, no accidentes. Hay muchos accidentes en The Violent Men, personajes que cambian de un segundo a otro y decisiones apresuradas que atentan contra una historia que podría haber sido muy rica y que, a pesar de sus defectos, tiene planteamientos muy interesantes sobre la manera en que la violencia y el poder están atados a la historia de Estados Unidos. El western es épico y esta película cae en el melodrama familiar, en la tragedia pseudo shakespereana que tiene más relación con la mala televisión que con el gran cine.

En este espacio solo escribo sobre películas que me gustan o me resultan interesantes, las películas malas no merecen ni la menor atención. Y si The Violent Men figura aquí es porque, aun estando lejos de los clásicos de género de Mann, Boetticher o el mencionado Ford, tiene una nobleza que la sostiene a pesar de sus defectos.

JPS

martes, 27 de marzo de 2012

La naissance de l'amour de Philippe Garrel (1993)

Vi esta película algunos días atrás y ya no puedo recordar la trama, que por otro lado adolece de giros argumentales o trampas de guion y que es, apenas, el lejano eco de una historia que solo se puede intuir. Como toda película de Garrel, lo importante es lo que no sucede, o lo que sucede en el abismo interno de sus personajes y que se representa a través una extraña puesta en escena que apunta al vacio y al primer plano confesional. Hay un personaje que quiere escapar del infierno del hogar y otro que quiere volver a él, ambos conversan y tratan de entender, sin palabras, eso que les sucede. Su impotencia es la clave tonal de la película.

En La naissance de l'amour vuelve a ser central aquello que señalaba Deleuze y que ya cite en el comentario sobre Le Coeur Fantome: el problema de los tres cuerpos, el hombre, la mujer y el niño. Hay dos escenas que justifican el visionado de la película y que estan en sintonia con esto. La primera es aquella en que el protagonista, Paul, recibe en sus manos a su hijo recién nacido. Lejos de los nacimientos pasteurizados de Hollywood, hay aquí un pequeño ser ensangrentado puesto en las manos de un adulto, su padre, que lo mira con la misma incredulidad con que lo miramos nosotros, en un bello encuadre frontal que parece una respuesta masculina a La Piedad de Miguel Ángel. Otra escena extraordinaria se da cuando el propio Paul huye de su casa en busca de su amante a pesar de los gritos desesperados de su hijo, que desde el balcón, desaforado, no deja de exclamar: Papa! Papa! Papa! La noche está llena de contrastes y el personaje camina por las calles desoladas de Paris con ese llamado filial de fondo. Se detiene y piensa. Se levanta. Pero sigue huyendo. Y de nuevo vemos esa obsesión por la relación paternal que es, claro, un misterio, un enigma al que estaremos siempre atados, como padres y como hijos. El final es, al mismo tiempo, esperanzador y desencantado. La nueva mujer se detiene frente al personaje y le pide una prueba de amor, a lo que este responde lacónicamente: si quieres te hago un hijo. Esa frase final y la sonrisa de la mujer que la corona parecen menos una nueva oportunidad que la repetición cíclica de un error, una infelicidad condenada a repetirse.

Adrian Martin rescata en su texto sobre la película una escena que parece representar ese nacimiento del amor del título y que copio aquí:

Está emplazada casi al final del filme, cuando Paul (Lou Castel) y Marcus (Jean-Pierre Léaud), los dos amigos protagonistas, viajan desde París hasta Roma en busca de la esposa del segundo, Hélène (Dominique Reymond), que le abandonó por otro hombre. Una vez allí, él la llama por teléfono y ella, quizás inesperadamente, le dice: “Ven”. (…) en esos dos primeros planos de los rostros de la pareja podemos sentir cómo se concentra algo. Son planos cargados, graves y, al mismo tiempo, intensos. Pero esa carga, esa gravedad, esa intensidad… ¿De dónde vienen? (…) Hay, en el modo de abordar esta escena, algo muy minimalista y, a la vez, extraordinariamente poderoso. Un primer plano, blanco y luminoso, de Dominique Reymond: 8 segundos de silencio total dedicados a romper una barrera, a filmar el nacimiento de la sonrisa que, con dificultad, se va esbozando en su rostro. Y después el contraplano, fuertemente contrastado, de Jean-Pierre Léaud, sostenido –casi dolorosamente- durante 50 segundos. Es el trabajo con la duración y el primer plano -una de las grandes potencias del cine de Garrel- lo que dota a esta escena de su gravedad. Es la tensión que sacude al arte del retrato cuando este se enfrenta al latido del tiempo -y de los rostros de los actores emanan todas las corrientes subterráneas que se esconden bajo el más leve gesto, bajo el peso de una mirada-.

El ritmo de la obra es moroso, lento, y en algún momento pensé que si estuviera hablada en castellano sería insoportable, casi una mala película de Subiela. A pesar de ciertos excesos de poesía y de una excesiva búsqueda de la fealdad y el dolor, se trata de un filme de Garrel que, aunque temprano, ya lograba revelar en algunas escenas la demoledora y lucida visión de un momento, un momento nomas, del hombre y de su historia.

JPS

viernes, 23 de marzo de 2012

La Collectionneuse de Eric Rohmer (1967)

Continuando con la exploración de la obra de Eric Rohmer llego en este caso a una de sus películas tempranas, La Collectionneusse, film que forma parte de su saga de Cuentos Morales. La forma literaria vuelve a imponerse en la estructura de la película, con la introducción de los tres personajes y sus conflictos mediante viñetas separadas por placas con el nombre de cada uno de los protagonistas. En un triangulo al que apenas podríamos llamar amoroso, la primer placa la ocupa Haydee y esta se presenta, simplemente, con planos de su bello cuerpo en bikini, en una playa idílica, como si la mera forma de la mujer fuera suficiente para comprender su contenido. El segundo personaje, Daniel, es un artista plástico que sostiene una larga conversación sobre arte que oficia también de tesis posible para comprender la película; después del vacío solo hay dolor, dice uno de ellos, y cuánta razón tiene. El tercer personaje es Adrien, cuya voz en off y mirada será nuestro punto de vista sobre la película. Adrien está teniendo una conversación con su novia y una amiga sobre la belleza, uno de los temas recurrentes del director. Lo que sucederá luego es previsible en el contexto de estos cuentos morales: la tentación, el dilema moral entre el deseo y la obligación, la belleza del cuerpo y la belleza del alma como conceptos hermanados y contrapuestos.

La trama es sencilla: luego de años de trabajo continuado, Adrien pasara unos días de descanso en a la casa de campo de un amigo, sin su novia, con el único fin de hacer un ocio absoluto y comportarse de manera casi monástica. Allí se encontrará con los mencionados Daniel y Haydee, y la tentación por acostarse con la coleccionista de hombres se vuelve, casi, un dilema existencial. Para Adrien y para nosotros, burgueses occidentales del siglo XX, cualquier opción es pésima: acostarse con la chica esta mal, no hacerlo también. Imbuido de este conflicto, Adrien divaga y reflexiona, y algunos de sus pensamientos tienen una bella elocuencia:

Siempre somos esclavos de los demás…. Me parece menos deshonroso dormir en casa de un amigo que ser asistido por el Estado… La mayoría de la gente que trabaja hace un trabajo superfluo. Lass tres cuartas partes de las actividades son parasitarias… (…) Hay gente que trabaja 40 anos para poder descansar y cuando por fin lo logran no saben qué hacer y se mueren. Sinceramente, creo que sirvo mejor a la Humanidad holgazaneando que trabajando. Es verdad, hay que tener el valor de no trabajar (un valor que tienen muy pocos).

A diferencia de otras películas de Rohmer, La Collectionneusse tiene la peculiaridad de contar con personajes que no son del todo agradables: Haydee es histérica y vacía, Daniel un pobre idiota acomplejado. Es difícil sentir alguna empatía por ellos, están vistos con una distancia demoledora, como si el director también los despreciara. Adrien, por su parte, es el único que posee una complejidad emocional y una profundidad matizada, y su conflicto burgués esta explorado en toda su dimensión.

Estamos ante una obra fría, distanciada, casi una tesis científica. Yo prefiero la calidez de las mejores películas de Rohmer donde todo acto esta visto con una empatía conmovedora. Solo el personaje de Adrien y su escape final, visto en un arrebatador plano subjetivo, exhibe ese rasgo de humanidad irracional y tan lógicamente ilógico que tienen todos los hombres.

JPS

martes, 20 de marzo de 2012

Quatre aventures de Reinette et Mirabelle de Eric Rohmer (1987)

Quienes frecuentan este blog conocerán mi obstinada admiración hacia Eric Rohmer, por lo que no deberá sorprender la grata impresión que me dejo el visionado de esta hermosa película que trata los temas habituales del director: el arte, la luz, el silencio, la moral, o, en otras palabras, la Belleza. La historia es simple: dos chicas se conocen de casualidad en una campiña francesa y se vuelven grandes amigas, lo que las llevara a vivir juntas en Paris mientras una de ellas acaba sus estudios de arte plástico. Pero claro, sabemos que en Rohmer la anécdota no es nada, apenas una excusa para filmar rostros, amaneceres y calles vacías. La obra se estructura en cuatro actos (esas cuatro aventuras del título) y la más poderosa es la inicial, titulada La Hora Azul. Como en el Le Rayon Vert, Rohmer toma un fenómeno de la naturaleza como metáfora de su relato, reafirmando su cualidad impresionista. La Hora Azul es ese momento del día en que los animales de la noche se duermen y los animales de la mañana aun no se han despertado, un instante de silencio absoluto. El resultado es una soberbia pieza cinematográfica, llena de terror y de belleza, o quizás con el foco puesto en ese momento en que la belleza es tan poderosa que produce cierto pánico.

Las tres siguientes historias transcurren en Paris, y lo primero que impresiona es el deliberado amateurismo que se desprende de la cinta, el desparpajo por utilizar actores que no actúan del todo bien y por ubicar la cámara en la calle sin pedir permiso. He leído luego que Rohmer filmo la película mientras buscaba locaciones para su obra maestra, la mencionada Le Rayon Vert, y eso no hace más que reafirmar su genio. Por otro lado, a título personal, desprecio esa apología, común en la peor critica, del profesionalismo en el cine, y me agrada ver una obra viva, que se admita construcción ficcional, que no tenga miedo en mostrar sus costuras. La autenticidad que se desprende de cualquier película de Rohmer es clave para la elevada consideración que tengo sobre su obra, y Quatre Aventures derrocha autenticidad y amor al cine en cada uno de sus fotogramas.

Las historias parisinas oscilan entre el dilema moral y la simple humorada, aunque sobre el final vuelve el tema del silencio y de la expresión, conflicto central no ya del filme sino del ser humano; la distancia entre aquello que se piensa y aquello que logra expresarse es siempre abismal o, como diría Lou Reed, between tought and expression lies a lifetime.

Las actuaciones de Joelle Miquel y de la hermosa Jessica Forde están perfectas y, como en las compañías fordianas en las que Ward Bond siempre cumplía algún papel, aquí vemos actores clásicos de Rohmer haciendo bolos y papeles secundarios con una risa contenida. Quatre aventures es una obra menor dentro de la filmografía del director, aunque resulta valiosa porque se trasluce lo bien que la han pasado detrás de cámara, la infinita felicidad que produce hacer y pensar en cine. Eso es algo que en las películas contemporáneas, aunque parezca una locura, es muy difícil de encontrar.

JPS

domingo, 18 de marzo de 2012

In The Mood For Love de Wong Kar-Wai (2000)


Una de las películas más bellas que se hayan hecho en los ya lejanos años 90 es Chungking Express del hongkones Wong Kar Wai; yo la vi muchos anos después (en 1994 era apenas un niño) y aun conservo la bella impresión que me causo, sus colores, su música, su caótica construcción espacial, las charlas del personaje principal con su jabón (“estas más delgado”). Se puede sentir la urgencia de la película, su pasión cinéfila desbordando los encuadres, la voracidad con la que la cámara filma las historias que no pasan de ser absurdas, ecos de un viejo policial negro que a nadie le importa. Una genuina obra maestra, surgida casi sin querer, como el reflejo oriental de una vieja peliculita francesa, A Bout de Souffle, con la que tiene muchas cosas en común, sobre todo la capacidad para sintonizar a la perfección con su tiempo.

La consagración inmediata del director hizo olvidar a muchos que Chungking Express era una excepción en su aun incipiente obra: filmada en dos semanas, casi en un arrebato emocional, la película brilla, en parte, por su misma desesperación. Cuando el éxito le dio a Wong tiempo y dinero para filmar a gusto su verdadero estilo fue expuesto y, para quien suscribe, la obra del director nunca dejo de ser un gran motivo de dudas. Cabe aclarar que esta fuera de todo consenso criticar In The Mood For Love, una película canónica, considerada unánimemente como obra maestra, aunque leyendo viejas criticas no encuentro más que razones rayanas en lo místico para elogiarla: me resulta imposible poner en palabras todo lo que consigue transmitir "In the mood for love", escribe literalmente uno de los criticos.

La pelicula es un largo ejercicio de estilo, una demostracion de recursos que termina con sus personajes ahogados bajo una montana de ralentis, canciones de alto contenido cool, encuadres torcidos, efectos de fuera de foco, fueras de campo forzados, etc. Los momentos en que los personajes logran respirar son escasos y le dan algo de certeza a un film que hace de la ambiguedad un recurso tramposo. Lo que vemos es un derroche de talento y capacidad estilistica, y lo que en Chungking Express parecia unido a la perfeccion, la relacion trascendental entre contenido y forma, aqui parece completamente separado, como si esa forma vampirizara al contenido hasta dejarlo vacio. Que funcion cumplen los famosos planos en camara lenta con su bella musica mas que la de impresionar por su exhuberancia? Que representa esa escena final, con sus largos y perfectos travellings y su exhibicion escenica, mas que el estilo venciendo al drama? Nadie, mucho menos yo, puede estar en contra de la belleza, y una flor demuestra que esta no siempre tiene que tener una razon ni una justificacion mayor que la de ser en si. Pero cuando hablamos de arte, y se incluye en una pelicula a un ser humano sufriendo, es grato ver que el director usa ese sufrimiento para algo mas que para lucierse como esteta. In The Mood For Love es, de todos modos, una pelicula compleja para analizar ya que, aun a pesar de sus errores, es capaz de darnos un dialogo, un rostro, un momento, de enorme valor cinematografico. Esos detalles aparecen, justamentem cuando Wong mira y escucha a sus personajes, cuando se toma el tiempo suficiente para aprender algo de ellos. Es muy linda la escena en la que ella regresa a la pension y llora recordando eso que nunca sucedio, alli no hay musica ni efectos de imagen, solo una chica hermosa llorando por un amor perdido, el verdadero secreto del cine.

Es posible que mi conflicto con esta pelicula se haya dado porque vi primero las ultimas obras de Wong, todas ellas barrocas e insoportables, y fui consciente que, entre la urgencia del presente de Chungking Express y la mortuoria obra de museo de My Blueberry Nights, el director optaria por el segundo camino, ese largo sendero en el que siempre se viaja solo.

JPS

lunes, 12 de marzo de 2012

Suspicion de Alfred Hitchcock (1941)


Es un alivio saber que aun no he visto todas las películas de Hitchcock; dejarse sorprender por su barroco uso del lenguaje es encantador, un prolongado ejercicio de amor al cine y el testimonio de una forma de ver y hacer películas que ya no puede existir. Suspicion tiene todos los elementos clásicos de una película de Hitch: la lenta transformación de un sueño en una amarga pesadilla, la sombra de una duda sobrevolando uno de los personajes, la sexualidad como lectura subliminal obligada, la profanación del ambiente idílico del hogar americano y, por sobre todo, el tema universal del director, el amor como un monstruo al acecho, como una fuerza irracional y, en ocasiones, autodestructiva. Las historias inverosímiles de Hitchcock se sostienen porque nunca dejan de ser decorados de cartón, apariencias con las que el director se divierte para contarnos que, en verdad, todo en nuestra vida pasa por el amor (y por el sexo).

En Suspicion conocemos la historia de Lina, una muchacha de alta sociedad interpretada por Joan Fountaine, y el mujeriego y desvergonzado Johnny, papel que Cary Grant encarna a la perfección. Ella se enamora perdidamente de él y, contradiciendo al mandato paterno, decide casarse. Lo que sigue es Hitchcock puro: Johnny es un apostador y un pésimo marido que lo arregla todo con una sonrisa, Lina es una mujer enamorada que comienza a sospechar que su pareja no solo es un ladrón sino también un asesino. El tono inicial de comedia ligera vira lentamente hacia un suspenso sórdido, en un giro narrativo que comenzaba a revelar los rasgos de autoren una época en que los géneros eran estructuras de hierro.

La película gana en barroquismo a medida que la pesadilla deshace el sueño de Lina y la tensión llega a su cumbre en la monumental escena en la que Cary Grant sube a dejarle el famoso vaso de leche a su esposa. Ella está enferma, acostada en su cama, sabe que su marido ha encontrado un veneno que “no puede ser detectado por la policía” y también sabe que, si ella muere, Johnny cobraría una importante suma de dinero por su seguro de vida. La puesta es excesiva, expresionista, y el vaso de leche blanco asombra en la oscuridad reinante. En este punto, vale mencionar una opinión de Hitchock sobre el final de Suspicion que encontramos en su libro de conversaciones con Truffaut:

No me gusta el final de la pelicula, tenia otro, distinto al de la novela: cuando al final del film Cary Grant lleva el vaso de leche envenenado, Joan Fontaine estaria escribiendo una carta a su madre: "Querida mama, estoy desesperadamente enamorada de el, pero no quiero vivir. Va a asesinarme y prefiero morir. Pero creo que la sociedad deberia estar protegida contra el". Entonces, Cary Grant le da el vaso de leche y ella dice: "Querido, quieres enviar esta carta a mama, sino te molesta?. El dice, "Si". Ella bebe el vaso de leche y muere. Fundido, encadenado, una escena corta: Cary Grant llega silbando, abre el buzon y echa la carta dentro.

No pretendo contar el desenlace, pero si dire que en mi opinion dista de ser un happy ending tradicional y que, por el contrario, deja abierta una notable inquietud. En lugar de clausurar un enigma (Johnny es un asesino o no lo es), el final de Suspicion resulta turbador porque la sombra de esa duda seguira en la protagonista y en nosotros al llegar el final. Para Lina seria un alivio morir y escapar de la prision de su propio amor, por el contrario, seguir viva y casada con alguien en quien no confia significa perpetuar la angustia. En Spellbound o en The Shadow of a Doubt la historia se resuelve y se clausura, en Suspicion se abre y se prolonga, lo que explica en parte la grandeza del filme.

De todos modos, el verdadero logro de la pelicula son esos arrebatadores primeros planos de Jean Fountaine cuando, enamorada, mira a Johnny. Ese rostro captura el misterio de la escisión humana entre razón y sentimiento; en última instancia, todo en la película está basado en ese misterio y solo un genio como el de Hitchcock es capaz de filmarlo.

JPS

miércoles, 7 de marzo de 2012

Distant Voices, Still Lives de Terence Davies (1988)

En Los Héroes de Thomas Carlyle, el autor escocés alega una y otra vez a favor de los grandes individuos, de las personalidades carismáticas que se ponen por encima de la historia y dan vuelta su incesante devenir; las comunidades hacen nacer héroes en su seno porque los precisan, porque están ansiosas por ver un reflejo de Dios en alguno de ellos, porque necesitan una fe que los movilice y los haga olvidar, siquiera por unos segundos, de la horrorosa banalidad en que consiste estar vivo. El cine americano, como sabemos, ha hecho del factor heroico un elemento clave en su narrativa planetaria: desde Batman hasta Philipe Marlowe, siempre encontraremos en las películas de Hollywood un héroe que, sino puede transformar el mundo, al menos puede redimirlo. El personaje heroico americano encarna los problemas de una época, deja de ser un hombre para transformarse en un símbolo de lo que fue y de lo que puede ser para su comunidad, una abstracción alegórica disfrazada de naturalismo que algunos directores como John Ford han elevado al rango de obra maestra. Es cierto que ya en Homero tenemos al prototipo de personaje heroico, pero nunca antes la fabricación de héroes se había hecho de manera industrial, y si en otros tiempos las figuras carismáticas eran el resultado de cientos de años de historia y evolución de las sociedades, en la actualidad el héroe es la encarnación de una fantasía proletaria individualista, secular y capitalista, asociada al rol de Estados Unidos en la política mundial.

El británico Terence Davies, por el contrario, hace foco en la comunidad, no en un carisma que las exalta y modifica su situación sino en la tradición que une a los hombres, que hace del individuo una encarnación pasajera de una forma de ver el mundo compartida por miles de anónimos. En Distant Voices, Still Lives la historia es un eco lejano, un cuento escrito por hombres poderosos, una conspiración de que no modifica en absoluto las vidas detenidas de sus protagonistas. Schopenhauer pensó alguna vez que el gato que acariciaba era el mismo gato que otro hombre había acariciado cientos de años atrás; Keats soñó con un ruiseñor efímero que encarnaba con su canto la eternidad de la especie. De alguna forma, Davies hace una reflexión similar: su filme se enfoca en una familia, no hay protagonistas sino un fresco de personajes narrados de manera aleatoria, como en un recuerdo difuso que se estructura a partir de innumerables canciones que los personajes cantan como aferrándose a la tradición, a la cultura popular inglesa que los enmarca y les da un sentido e pertenencia que los excede. La atención a los rostros a través de bellos primeros planos tiene una cualidad antropológica, los lentos paneos de los personajes cantando nos hacen sentir que hay una sustancia invisible uniéndolos, esa sustancia llamada cultura. Los encuadres están hechos de vacios sobre lugares mil veces transitados, de poses fotográficas en blanco y negro que los abuelos nos han mostrado alguna tarde de tedio familiar. La historia es eso que escriben los que tienen dinero, para los trabajadores la vida es dura e inmutable, está hecha de silencios y tiempos muertos, sin aventuras extraordinarias, apenas alguna fiesta o noche de bar en la que a través del canto se puede escapar a un mundo feliz y lejano.

Desconozco la historia del cine ingles (solo he visto algunas peliculas de Michael Powell) pero supongo que esta es una de las más bellas obras del cine británico, una exacta mirada sobre la idiosincrasia isleña, no la de los nobles sino la del verdadero secreto de la grandeza de su pueblo: los working class que, volviendo al inicio, son los verdaderos héroes no porque pueden modificar la historia sino porque la soportan.

JPS

martes, 6 de marzo de 2012

Kramer vs. Kramer de Robert Benton (1979)

Estamos ante una película con una despreciable mirada sobre la mujer, un filme conservador que va en perfecta sintonía con el momento de Estados Unidos en que se produjo, con la clausura de los movimientos juveniles de los setenta y la larga sombra del republicano Ronald Reagan acechando en el horizonte. Su éxito descomunal, su perfecta sintonía con su época, explica a la perfección el giro derechista de la sociedad americana y, a su vez, el auge del divorcio como fenómeno social de la clase media.

Si lo pensamos desde el punto de vista de una mujer, la película es poco menos que insultante. Las ambiciones de vida del personaje interpretado por Meryl Streep están banalizadas y asociadas a un problema de inestabilidad emocional y falta de consistencia como persona. Es decir, intentar ser algo más que una simple ama de casa es casi un delito que termina, literalmente, con ella dando explicaciones a un abogado durante un largo juicio. Por otro lado, la película crea una situación de abandono del hijo arbitraria y algo injusta hacia la esposa, un recurso de guion que es también un golpe artero hacia su condición de mujer. Y, como para rematar el sexismo, a pesar de las peleas y los maltratos, ella no puede dejar de sonreír como una tonta cada vez que su pareja le dice que está muy linda.

Si por un segundo quisiéramos pasar de largo todo lo anterior, encontramos una película sostenida por la actuación memorable de Dustin Hoffman, una puesta en escena efectiva que crea un realismo urbano necesario para comprender la acción y la maravillosa luz de Nestor Almendros, seguramente el punto más alto de Kramer vs. Kramer. La historia, narrada con esa agilidad tan americana, narra la lucha de un padre por mantener cerca a su hijo, la transformación de un hombre de negocios en padre devoto, como si ambas posibilidades estuvieran en flagrante contradicción. La escena más bella del filme es aquella en que Hoffman le ensena a su pequeño hijo a andar en bicicleta, hay algo vivo ahí, un soplo de vida en el desierto de una calculada trama no exenta de ciertos golpes bajos.

Ademas de Hoffman, vale mencionar el trabajo de Jane Alexander, quien interpreta a una vecina con quien el personaje de Hoffman entabla una amistad y cuya actuación le da una conmovedora dignidad al personaje. Es fama que Hollywood basa toda su maquinaria narrativa en las actuaciones, en esos primeros planos profesionales que, cuando enfocan grandes actores, funcionan a la perfección. No conozco la obra de Benton pero aquí su pericia rítmica es envidiable. Como dije antes, la película falla por su insólita mirada sobre la mujer, en su tendencia conservadora y sexista que deshumaniza un conflicto que podría haber sido muy humano y genuino. Esto no importo mucho al jurado de los Oscar, que relego a Apocalypsis Now para premiar al producto oscarizable que es Kramer vs. Kramer. Otra vez, cuestión de época.

JPS

sábado, 3 de marzo de 2012

Fury de Fritz Lang (1936)


Me resulta muy difícil escribir algunas líneas sobre Fritz Lang, No podría decir que es un director de cine, es mucho más que eso, es uno de los creadores del arte cinematográfico tal como lo conocemos hoy, un genio visionario que, sin perder su amarga visión sobre la sociedad, moldeo la sustancia misma del llamado séptimo arte. Lang llevo su oscuridad europea a la naciente industria americana y la combinación de coyunturas dio como resultado una serie de películas de una belleza aun hoy difícil de emular, con joyas olvidadas y de encargo como The Blue Gardenia o clasicos de renombre como The Big Heat. En su obra no hay víctimas ni victimarios sino una comunidad enferma que no solo sufrirá los horrores del nazismo sino que, de alguna forma, los merecerá.

Fury es sencillamente brillante. Un hombre enamorado y trabajador interpretado por Spencer Tracy se traslada a una nueva ciudad para conseguir un buen empleo y poder casarse con su novia, la preciosa Sylvia Sydney, quien se queda en casa esperando buenas noticias. Pero al llegar a su nuevo destino lleno de esperanzas, nuestro honrado common man es acusado injustamente de un secuestro y condenado a prisión, donde una turba surgida de las entrañas de un apacible pueblito americano intentara prenderlo fuego.

No creo que sea conveniente contar más detalles del argumento, lo que llega luego es un admirable debate moral sobre los alcances de la locura colectiva que Lang desarrollo de manera clásica en otros títulos formidables como M o You Only Live Once. El momento en que la justicia deja de ser justa parece ser un interés particular del director, que crea anti héroes que sufren en carne propia las consecuencias de un mundo corrompido y, acorralados, buscan cualquier salida. El debate moral de la película es admirable, y a pesar de ser de 1936 nunca cae en la ingenuidad que abunda en las películas americanas actuales, siempre dispuestas a fabricar endebles mundos de cartón. Las luces y las sombras marcadas iluminan una sociedad que bajo la superficie de la normalidad revela su lado más perverso y conservador. Viendo el silencio complice de los asesinos inocentes que, en un rapto de locura, intentar asesinar al pobre hombre, no pude dejar de pensar en nuestra dictadura militar y la culpa que nos carcome al pensar que fuimos menos victimas que complices de la masacre. Todo silencio es una forma del horror, y parafraseando a Emile Cioran, quizas haya que decir que si tenemos un repentino rapto de locura es por que, quizas, siempre estuvimos locos y no nos habiamos dado cuenta.

Cada actor entrega una labor memorable y, si caigo en el lugar común de llamar a Fury una obra maestra, es porque Fritz Lang me ha dejado sin demasiadas opciones.

Night and Day de Hong Sang Soo (2008)

No sería ridículo comparar a Hong Sang Soo con Haruki Murakami. Es cierto que el escritor japonés introduce en algunas de sus novelas elementos fantásticos y que el cineasta surcoreano apela a un absoluto realismo rohmeriano, pero lo que ambos transmiten es similar: una mirada compasiva y distante sobre los pequeños dramas universales que hacen de las grandes ciudades orientales espejos que reflejan la vida de las urbes occidentales, quizás con esa leve diferencia dada por los miles de años de religión que tienen influencia ya no tanto en las mentalidades sino en los usos y las costumbres. Para ser justo con Hong, cuando Murakami cae en el cliché o en el momento romántico pop, él mantiene ese tono crítico y humanista que lo caracteriza, interesado especialmente en la sexualidad burguesa y sus múltiples manifestaciones neuróticas.

También es imposible no relacionar a Hong con Rohmer: uno nota en la simpleza de la puesta en escena y en la languidez de las tramas ecos claros del realizador francés. De todos modos, si Rohmer observa desde una prudente distancia y opta por un bello impresionismo cinematográfico, Hong parece enfocarse en el deseo y en la represión en su acepcion burguesa, y sus películas bucean sobre el hombre que mira y la mujer que es mirada, esa sustancia invisible que atrae a dos sexos que no quieren ni pueden entenderse.

El argumento de Night and Day es simple y esta presentado de un modo mítico, a través de una placa inicial que nos cuenta que Sung Nam, el personaje principal, es un surcoreano que debe exiliarse en Paris ya que el gobierno de su país lo encontró con marihuana. Huye de la ley, de su esposa y de su hogar y se muda a una pensión de la colectividad coreana en la ciudad francesa, donde la soledad lo llevara a relacionarse con diferentes personas, mujeres principalmente, que abrirán su abanico de deseo y lo llevaran a vivir situaciones impensadas. El Night del título es el otro lado del mundo, su casa, su matrimonio, su estabilidad emocional, su vida en Corea. El Day es la soledad parisina, su apertura mental, su extraña relación con el sexo opuesto. Las chicas coreanas que caminan por las calles de Paris son neuróticas, histéricas, suicidas y, claro, fatalmente bellas.

Night And Day es excesiva en su duración de casi 140 minutos y pierde mucha fuerza con esas escenas oníricas en las que el personaje principal sueña con las mujeres (o, para ser más justos, las imágenes de las mujeres) que lo rodean. Posee a su vez una mirada política difusa sobre la relación entre las dos Coreas, la del sur y la del norte, capitalista y comunista respectivamente. Por momentos parece una película derivativa, errática, que abre puertas sin que le importe cerrarlas. Pero claro, es una película de Hong, y como tal tiene un clima enrarecido muy bien logrado, clima que permanece como la cualidad más entrañable de la película; ni una escena en particular ni una actuación determinada, lo más bello del filme es la manera en que transmite esa hermosa sensación de sentirse extraño, de estar en un lugar sin pertenecer del todo a este, algo que Enrique Vila Matas describe muy bien en sus novelas.

Night and Day parece encontrar su centro en la escena en que Sung Nam y una amiga se paran frente a El Origen del Mundo de Courbet y observan el cuadro, algo obvio en su metáfora pero poderoso en su imagen: el cuerpo de una mujer sin rostro, con su vagina en primer plano, recostada sobre una cama, como si un hombre acabara de tener sexo con ella y hubiera desaparecido. En esa ausencia masculina, no exenta de una poderosa violencia, se esconde la idea de Night and Day: el insondable misterio, la velada forma de terror en que se basa la relación entre hombres y mujeres y que, claro, es el origen del mundo.

JPS