viernes, 27 de abril de 2012

Stella Dallas de King Vidor (1937)


Debo admitir que llore viendo el final de Stella Dallas. El tema de la película es la maternidad y ya  desde el Renacimiento el arte sabe conmovernos ante esa relación íntima e inexplicable entre una madre y su hijo. La película busca intencionadamente las lágrimas y, claro, lo consigue, pero las herramientas por las que llega a tal fin son siempre dignas, alejadas del golpe bajo al que alude el cine industrial de estos tiempos para sacudir la inerte sensibilidad contemporánea.

Stella Dallas es una mujer de origen humilde que sueña con casarse con un millonario y tener una vida disipada llena de lujos. Finalmente, por una serie de casualidades que se confunden con el destino, consigue su objetivo y el fruto de ese amor es su hija, la bella e inteligente Laurel. Las diferencias de clase entre Stella y su esposo, el educado y caballeresco Stephen, se hacen notar y finalmente la pareja se disuelve. Stephen comienza una nueva relación con la amable Helen, mujer de clase alta que gana la admiración de la adolescente Laurel. Stella observa, entonces, como su hija oscila entre su hogar, humilde pero encantador, y la vida de clase alta llena de mansiones y chicos universitarios del nuevo hogar de su esposo. Lo que sucede de aquí en más merece ser visto pero diré que Stella realiza el más conmovedor de los sacrificios en escenas finales que llegan a las cumbres de ese género hoy despreciado, el melodrama, que sin embargo alcanzo su clasicismo temprano durante la era de oro de Hollywood.

Las virtudes del film son numerosas. En primer lugar, el código se construye de inmediato, en dos o tres planos iniciales que nos hacen posible todo un marco de situaciones que en la película fluyen con una naturalidad que no deja de impresionarme. Otro detalle hermoso es que todos los personajes de Stella Dallas son buenos y decentes: aquí no hay villanos sino circunstancias y, mientras algunos gozan filmando lo feo y lo vil, es encantador ver una película en la que todo es bello y digno. Luego, claro, hay que destacar al personaje de Stella, interpretado por una descomunal Barbara Stanwyck que entrega quizás el gran papel de su carrera. Viendo la película uno siente lo mismo que ante Ana Karenina o Emma Bovary, esas grandes mujeres de la ficción del siglo XIX que trascienden el marco artístico para volverse tangibles, encarnaciones femeninas de todo un estado del mundo. Stella es un personaje que crece, que va despertando sensaciones diferentes a lo largo de la película, que evoluciona mágicamente frente a nuestros ojos; parte de su belleza radica en que Stella es ajena a su brutalidad y que en muchos pasajes del film nosotros vemos en ella algo que ella no puede ver en sí misma, en un recurso narrativo sensacional que solo logran los grandes directores. Cabe decir que no conozco en profundidad la obra de King Vidor aunque la política de los autores no es una formula y la producción de Samuel Goldwyn seguramente tuvo mucha influencia en el resultado final. De todos modos, he visto The Crowd y Duel in the Sun y ambas obras del director son en verdad sensacionales.

Stella Dallas es una de esas películas que no dan pudor denominar obras maestras. Viendo el cine contemporáneo, cabe reflexionar si los sentimientos nobles ya no abundan en el mundo o si los artistas son los que en verdad carecen de nobleza. Creo que la respuesta es obvia.

JPS

miércoles, 18 de abril de 2012

Les liaisons dangereuses de Roger Vadim (1959)



Algunos meses antes de la explosión de la Nouvelle Vague se produjo esta película basada en la novela homónima de Choderlos de Laclos y protagonizada por futuras estrellas del cine francés como Jeanne Moreau y Jean Louis Trintignant. Es importante mencionar su proximidad histórica al suceso provocado por los enfants terribles de la Cahiers Du Cinema: muchos de sus rasgos de estilo fueron tomados por Godard y Truffaut para construir su estética y tener un referente contemporáneo frente al llamado cine de qualite. Tanto Les Liaisons Dangereuses como Ascenseur pour l’echafaud de Louis Malle son pilares del estilo de los integrantes de la nueva ola francesa y tienen entre sí varios puntos en común: utilización de música de jazz a modo de contrapunto dramático, estudio concienzudo del policial negro americano, irreverencia moral, uso expresivo de la fotografía. Con el tiempo cada director asumiría un rumbo personal, en algunos casos feliz, en otros menos lucido, pero siempre marcado por aquel origen común.

La película describe la vida de una pareja de burgueses integrada por Valmont y Juliette, pareja que se permite tener relaciones con diferentes personas, suponiendo que su elevado amor está por encima de la monogamia y el deseo posesivo. Es obvio entonces que llegara el momento en que uno de ellos se enamore de alguna de sus conquistas y rompa el pacto de liberalidad que lo unía al otro. El film de Vadim asombra por su extraordinaria puesta en escena y su bella luz en blanco y negro, aunque la composición de los planos y el regodeo sobre la belleza femenina oscilan entre el barroquismo exhibicionista y el mal gusto. El film es también irregular: la hermosa escena en que el hombre de la pareja, Valmont, posee a una joven virgen, esta compuesta con precisión y fotografiada con belleza, y contrasta con la pésima escena en la que el propio Valmont conoce a la casta Marianne, situación que parece extraída de una telenovela de la tarde. El film traslada una novela del siglo XVIII a aquella lejana actualidad de la década de los 50 y, donde hay una lucha de esgrima, decide utilizar una lucha de puños, lo que le resta poder dramático a a muchas escenas, entre ellas la final.

Les Liaisons Dangereuses es una obra en verdad entretenida y su extremada estilización hace de su visionado una experiencia agradable. De todos modos, su conjunto de símbolos y metáforas no llegan a conformar un todo coherente. Los títulos con la partida de ajedrez no tinen mayor justificacion a pesar de su innegable caracter cool; el hacha conservadora aparece sobre el final para castigar y premiar y destruye la la resolución y la aparente liberalidad construida; la manifiesta vocación por escandalizar boicotea una obra que en lugar de ser grande termina siendo, apenas, divertida. En aquella época, por su revulsiva visión del matrimonio y el amor, provoco un revuelo mediático, y aprovechando que Boris Vian hace un papel en el film creo pertinente recordar aquellas líneas que escribi a propósito de J’irair cracher sur vos tombes:

Si queres sacudir a la clase media de tu tiempo y lugar, hacelos pensar; no intentes jugar con su moral ya que en el fondo esta gente no tiene ninguna y lo que hoy los puede escandalizar mañana seguramente les fascinara.

JPS

jueves, 12 de abril de 2012

Trouble in Paradise de Ernst Lubitsch (1932)

El nacimiento del cine fue contemporáneo a las surgimiento de las vanguardias artísticas europeas del inicio del siglo XX; el surrealismo, el dadaísmo, el futurismo, los fauves alemanes y toda una serie de ideas renovadoras sobre lo que el arte debería ser en el inicio de la era del capital surgieron junto al arte industrial por excelencia y muchos de los grandes directores que moldearon Hollywood son exiliados del nazismo que vivieron ese ambiente de explosión vanguardista desde sus inicios: Von Sterneberg, Lang, Wilder, Preminger, Sirk y, por supuesto, el alemán Ernst Lubitsch. Esto explica que sus películas disten de ser conservadoras, y que sus visiones sobre la vida americana estén plagas de ironías y dobles lecturas que son imposibles de encontrar en el cine contemporáneo. Es extraño, pero es más fácil ver una mujer con dos amantes fumando un cigarrillo en paz en una película del 30’ que en una de estos años. Bajo la cascara liberal, el conservadurismo burgués, pseudo cristiano y consumista que rige la conducta social baja su línea una y otra vez con una potencia demoledora. Es por esto que ver a Lubitsch es una extraordinaria experiencia de amor por la libertad, una resistencia artística ante la oscuridad del futuro.

La película narra la historia de una pareja de ladrones de guante blanco, Gaston y Lily, inmersos en la alta sociedad europea, esa nobleza decadente que, como se narra en Titanic, se hundiría sin remedio algunos años después. El problema surge cuando la pareja selecciona como próxima víctima a la viuda de un millonario empresario de perfumes, Madame Colet, una mujer hermosa y liberal de la que Gaston se enamora perdidamente. Los celos de su novia Lily crecen al igual que las sospechas de muchos allegados a la viuda, que dudan de la identidad del nuevo protegido de Madame Colet. La película es una sucesión de ingenio, elegancia y humor refinado, con una brillante utilización de los recursos cinematográficos, concibiendo a la cámara no como testigo de una situación más o menos divertida sino como parte de una coreografía de cuerpos y luces a partir de la que se estructuran las escenas. La película genera de inmediato un código propio, código que el espectador cree y a partir del cual es transportado por los salones y las casas de campo de la aristocracia europea con una sonrisa en el rostro. Gastón descubre que alrededor de Madame Colet hay una serie de sujetos que están esquilmando su fortuna, y a pesar de sus robos, sus mentiras y sus infidelidades, no deja de ser una persona noble y encantadora, algo que solo puede lograr un talento como el de Lubitsch.

La moral del film está, por lejos, mucho más avanzada que la nuestra. En el cine moderno la infidelidad o el crimen se pagan, en aquella época había un resto de cinismo al respecto, y habría que preguntarse que paso luego del nazismo, que horrores habrán quedado en la Gran Memoria de los hombres de la que hablaba Yeats para que nos hayamos transformado en la horrible raza de conservadores que somos. El Código Hays fue solo el inicio de una larga serie de restricciones que llegan hasta nuestros días, en los que la libertad humanista de un filme de Lubitsch es algo impensado. En las películas contemporáneas no dejamos de ver hombres atados a un sistema que no comprenden y que los hace idiotas felices o tristes lucidos, en palabras de Emile Cioran. No quedan rastros de humanismo sino búsquedas desesperadas de vida, no queda amor sino una vaga necesidad por formar un hogar y encerrarse en el. Sin intenciones de caer en el gusto adolescente por el apocalipsis, viendo Trouble in Paradise y esas imágenes en blanco y negro que fluyen como un sueño no deje de pensar que, en comparación, las comedias románticas de Hollywood de la actualidad están pobladas de fantasmas y cuerpos muertos, incapaces de la menor resistencia, entregados tanto delante como detrás de cámaras a la estrechez que se les ofrece.

JPS

martes, 10 de abril de 2012

Broken Flowers de Jim Jarmusch (2005)

Durante el primer acto de Broken Flowers el personaje interpretado por Bill Murray parece un tanto forzado en su aislamiento emocional. Sus gestos, sus actitudes, su absoluta inmovilidad espiritual están llevadas a un grado de paroxismo que se aleja de lo natural para transformarse en un rasgo estilístico que trasciende la ficción misma. Incluso esa estúpida vestimenta deportiva, que tiene ecos de la olvidable obra de Wes Anderson The Royal Tenembaums, parece quitarle humanidad a un personaje cuya nulidad de gestos parece un ejercicio de cine post moderno en lugar de un intento por capturar algo de vida. El protagonista se construye desde el estereotipo del Don Juan (subrayado incluso por su nombre, Don Johnston) pero observado por Jarmusch desde el reverso, buscando descifrar el vacio que se esconde detrás del hombre que renuncia al amor para entregarse al vaivén del deseo, un deseo ya apagado y que al no poder manifestarse comienza a consumirlo por dentro. Su su pose parece ser excesiva, y solo se sostiene gracias al extraordinario gesto a la Giocconda de Bill Murray, esa sonrisa ambigua que lo transforma en el inmenso actor que es.

Luego, en el segundo acto, las cosas comienzan a transformarse. A partir de una carta de procedencia sospechosa que le llega a su hogar, Don descubre que es padre de un chico de 20 anos, e instigado por un vecino amante del misterio recorre los hogares de las mujeres que ha frecuentado dos décadas atrás para comprobar si su paternidad es cierta. Esta ambigüedad establecida sobre el elemento que hace avanzar la trama, la carta, es central para comprender la película de Jarmusch. Es decir, lo que se narra aquí no es el encuentro de un padre con su hijo sino la transformación de Don, una transformación simbólica, en una bella metáfora que Jarmusch despliega a través de su gélida narrativa. El personaje del vecino, por su parte, es muy interesante, y en una primera lectura recuerda a aquellos personajes que Hitchcock utilizaba en algunas de sus películas (The Shadow of a Doubt, Suspicion), amantes del misterio que como un coro griego van comentado el misterio mismo de la película. Por otro lado, también es cierto que la película comienza con un plano de la carta llegando al hogar de Don no sin antes pasar por el hogar de su vecino, que representa la felicidad matrimonial y el hogar constituido del que el protagonista ha huido durante toda su vida. Quizás en este contraste se cifre alguna clave de una película cuyo sentido, como corresponde en un autor independiente, queda abierto a la interpretación y a la subjetividad del espectador.

Don recorre las casas de las mujeres con las que estuvo 20 años atrás, y se encuentra allí con la locura intima, con el tiempo que se palpa en el rostro de los otros, con el indescifrable misterio que una mujer representa para cualquier hombre. Todo hogar es un pequeño Universo y Don es un turista recorriéndolos, observando junto al espectador la sutil demencia cotidiana. Lo más importante llega sobre el final, cuando regresa a su casa pensando que su misión ha fracasado, sin haber encontrado a su hijo. Allí se revela la parábola de la película, de una fuerza dramática arrebatadora, porque ya no importa si el personaje encuentra o no al hijo, ni siquiera importa que la carta sea falsa o que el hijo en realidad exista, lo central en Broken Flowers es como Don modifica su valor simbólico y se transforma en Padre, y aunque el plano final sea algo redundante no deja de expresar a la perfección ese momento. Lo engañoso del filme es que esta mutación en Padre no deja de tener una lectura negativa: Don se transforma en un Mal Padre, en el padre ausente de un hijo que no existe, en un enorme vacío que su búsqueda le ha revelado. Todo el viaje de Don es un viaje hacia su propia nada, hacia su profundo abismo emocional.

Acompañada por la música del jazzista etíope Mulatu Astatke, Broken Flowers no es una road movie, ni un melodrama, ni una comedia refinada, es la obra de un autor que no le teme al tiempo y que observa al pasado poniéndose en conflicto con él, huyendo de la nostalgia, tratando de descifrar esa incógnita que es el hombre post moderno.

JPS

lunes, 2 de abril de 2012

Le Havre de Aki Kaurismaki (2011)

Nada más despreciable en el arte que el barroquismo, el manierismo, la estilización como recurso. El arte debería imitar a la naturaleza y revelar en un soplo de inspiración algunos de sus infinitos misterios. Lo supo Hitchcock y por eso sus primeros planos de Ingrid Bergman mirando a Cary Grant son inolvidables, lo supo Buñuel y en la pesadilla de Los Olvidados no hizo más que emular los horrores de las pesadillas infantiles, lo supo Linklater y en Slacker se concentro en la irrealidad que rodeaba como un sueño su pequeño lugar en el mundo. No se debe confundir el amor por la Naturaleza con el realismo, el realismo es una farsa inventada por las ciencias sociales, ese grupo de mentiras que comenzó combatiendo el sistema y hoy es su mejor cómplice. El amor por la Naturaleza tiene como fin olvidar el ego y concentrarse en las pequeñas magias que nos rodean, contemplar la belleza y emularla con esa dignidad que es tan humana. Lamentablemente, en el cine post moderno (nadie sabe definir aun que es el posmodernismo) esto está muy mal visto. Europa es una región moralmente decadente, llena de culpas y de horrores sepultados que persisten como malos sueños, y por ende sus intelectuales filo nazis o anti nazis (es lo mismo) creen que lo clásico es un error, el anhelo de una civilización muerta. Es curioso, para combatir la decadencia pretender premiar la decadencia del arte en lugar de apostar por un regreso a su gloria. Por otro lado, no ven que el pueblo, esa abstracción que desdeñan, consume en toneladas cuentos que ya no son clásicos sino parodias estúpidas del clasicismo. Festivales como Cannes son ecos de una larga culpa, celebraciones del periodismo y no ya del arte, donde los horribles Dardenne o su equivalente mexicano Trapero son considerados grandes artistas. ¿Quién quiere ver esa enorme estupidez que es Funny Games de Haneke? ¿A quién le interesa la basura de Lars Von Trier? ¿Quien cree en la catarata de violencia estúpida de Gaspar Noe? Nadie con un dejo de optimismo, nadie con fe en la belleza. Incluso aquellos cineastas periféricos que llegan con sus pequeñas operas primas valiosas son captados por la lógica europeizante y acaban con su carrera: Lucrecia Martel, Lisandro Alonso, Hong Sang Soo, Wong Kar Wai y, ahora, Aki Kaurismaki, que entrega su mayor fiasco, una coproducción con 90 países, todos europeos, donde se trata el tema de la inmigración, los negros, los europeos, la guerra, y un montón de otras noticias que se pueden leer en los diarios. En el medio queda la voz perdida de un autor que intenta subsistir en esa atmosfera viciada de co producciones con rasgos de estilo muertos que nada tienen que ver con sus mejores películas: color saturado en un par de escenas, actuaciones frias en otras, ambiente de teatro barato, etc. Le Havre es una basura sin atenuantes, los críticos la consideran genial con argumentos irracionales llenos de razonamientos y el programa más visto de Telefe es Dulce Amor.

JPS