domingo, 24 de marzo de 2013

Juan Moreira de Leonardo Favio (1973)

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Para Favio, Moreira es una victima, un martir, un heroe cimarron luchando contra los liberales, el eterno rebelde convertido en icono de la lucha politica. El contexto no es inocente: en el ano de la muerte del General, los montoneros reivindicaban ya desde su nombre esa marginalidad epica pampeana y leian el peronismo desde una confusa izquierda catolica y revolucionaria. Favio interpreta el presente hurgando en el pasado y entrega una pelicula barroca, excesiva, ridicula y genial. Favio no es moderado, no puede serlo, pero su esfuerzo por dotar a cada escena de su arrebatador aliento  poetico lo lleva tanto al absurdo como al corazon mismo de la esencia del cine.

Juan Moreira no es una pelicula historica, ni intenta serlo. La unica lectura posible es el presente. Favio adhiere a la idea cristiana de la redencion a traves del dolor fisico y la imagen de Moreira avanzando entre disparos y gritos tiene el poder de la vieja catarsis griega: el heroe encarna el sufrimiento de una nacion condenada a la sangre, al sudor y a las lagrimas. No hay espacio para la sutileza porque el director observa todo desde los ojos de su heroe y para el, incluso con sus ambiguedades morales, esa insondable pampa se transforma en el granero del mundo solo a traves de la fuerza del dinero y de la polvora. 

Con algun guino algo vergonzante a Bergman, con musica que parece extraida de una telenovela venezolana, el film se sostiene solo por la conviccion poetica de Favio y esa camara que parece guiada por su corazon. En Argentina comenzaria la matanza final, esa que se venia vaticinando desde el comienzo mismo de su historia y que entonces tomaria un orden burocratico, organizado y oficial. Los que antes actuaban en las sombras llegarian al poder y aplicarian toda la maquinaria del estado para el exterminio final. Moreira, un gaucho  pendenciero, brutal y vengativo, diluye los limites del gran Sarmiento (la civilizacion y la barbarie) y, exhibiendo cuan brutal puede ser lo civilizado, aun muerto resiste porque se vuelve bandera. Alguno podria decir que la bandera es el consuelo de los derrotados, pero que seria de ellos sin ese consuelo.

JPS

domingo, 17 de marzo de 2013

Ana Karenina de Joe Wright (2013)

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A diferencia de su gran pelicula Pride and Prejuice, en Ana Karenina Joe Wright no pone el acento sobre el retrato de costumbres ni sobre los personajes sino sobre la trama, transformando la obra maestra de Tolstoi en un folletin de baja categoria. Por otro lado, como sabemos, atormentada por las dudas y los prejuicios, Ana se suicida, y la pregunta que surge es logica: que sentido tiene narrar un desenlace de este tipo en una epoca en la que la mujer ha ganado un lugar importante en la sociedad? La pelicula  no otorga respuestas a este interrogante basico y, como si fuera consciente de este conflicto de origen, Wright hace que el film se estructure alrededor de una puesta teatral en el que no pocas veces se viaja detras de bambalinas. El director intenta atenuar asi  la artificiosidad banal de su pelicula pero, claro, no lo logra. Si Ana es uno de los personajes mas asombrosos de la historia de la literatura, aqui sus decisiones parecen guiadas por un conjunto de caprichos, aun a pesar del esfuerzo de la hermosa Kiera Knightley. Por impericia o porque el desafio era en verdad muy complejo, Wright no trasciende el argumento, pone el peso del drama en los rostros petreos de sus actores ingleses fingiendo ser rusos y el filme parece una interminable publicidad, filmada con pericia y talento, pero sin corazon. 

Claro que el film tiene sus meritos visuales, estamos ante un director que es un especialista en la puesta en escena, con una enorme facilidad para la belleza. Pero cuando uno adapta una novela de la fama de Ana Karenina debe tener una razon valida para hacerlo, debe encontrar en la obra una metafora que haga eco sobre un presente que cambia pero que siempre es el mismo. Nada de esto sucede aqui y con el film ocurre lo peor: cae en la total intrascendencia.

JPS

lunes, 4 de marzo de 2013

High Noon de Fred Zinnemann (1952)

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A principios de enero, en alguna de las placenteras jornadas de ocio cultural que depara el verano, volví a ver (quizás por quinta vez) My Darling Clementine. Sigo pensando que es una de las mejores películas que se hayan hecho. Aun cuando su trama no deja de ser obvia y la situación algo menos que intrascendente, Ford y su inquebrantable humanismo dotan a cada plano de una belleza conmovedora, que supera la banalidad de la acción para volverse drama, drama humano desplegado en algún punto del tiempo (y su ficcion, que es la historia). La fotografía sensacional del film merece tal calificación sólo porque expresa con luces y sombras las emociones encontradas de sus personajes, y el dispositivo técnico esta puesto al servicio de lo humano. Ford lleva a la excelencia eso que alguna vez dijo Ozu: el cine es drama, no accidente.

En High Noon, en cambio, sucede lo opuesto: la situación, el argumento, se despliega por sobre lo humano y solo algunas brillantes actuaciones logran trascender el esquema narrativo. El punto es que, claro, una de esas actuaciones es la de Gary Cooper, su protagonista, cuyo compromiso con lo que considera una obligación moral no deja de revelar, en silencios y miradas, una profunda angustia. Gary Cooper es el eje del film, sobre su figura-actor se apoya todo el peso de una verosimilitud que aun así tambalea. La trama desnuda sus hilos, cae en la alegoría y posee un final precipitado que parecía ser la única salida posible. Donde Ford o Hawks crecen es justo donde Zinnemann falla: en su capacidad para trascender la anécdota. Incluso un amante de las situaciones como Budd Boetticher es capaz de liberarse de ellas para ahondar en los conflictos existenciales de sus personajes. Es en este sentido que High Noon se queda a mitad de camino.

Quizás la exagerada sobre valoración de la que fue objeto en su momento hace que el film me haya decepcionado. Pensándolo bien, High Noon no es una fallida obra maestra sin un excelente film menor, capaz de entretener sin dificultades, con la liviandad típica de las películas pasatistas y algun sorpresivo logro emocional. Quizas Borges debio haber escrito algo al respecto: cuando una obra se libra del peso de su prestigio puede ser disfrutada en plenitud por un publico que, en lugar de aborrecerla, sentira alguna simpatia por sus logros menores. Al final, y esto Borges lo explico en su vision de los clasicos, el tiempo devuelve las cosas a su sitio. Porque vamos,  aunque gano el Oscar hace sólo un año,  ¿quien se acuerda hoy de El Artista?

JPS

domingo, 3 de marzo de 2013

The Master de Paul Thomas Anderson (2013)

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Quizás como parte de una inteligente campana de prensa, quizás porque los críticos nunca supieron bien que decir sobre la película, aquella idea con la que me senté a ver el último film de PT Anderson (“habla sobre la cientologia”) se desmorono en unos pocos segundos para dar pie a una larga exploración cinematográfica sobre la Fe.

Joaquin Pheonix interpreta a Freddie Quell, un soldado que, al terminar la Segunda Guerra Mundial, vuelve a la vida americana sin fe ni destino. Su vagabundeo lo lleva de un trabajo a otro hasta que, casi por casualidad, acaba en un barco que transporta al líder de una nueva religión llamado Lancaster Dodd (papel que le queda demasiado cómodo a Philipp Seymour Hoffman). Este esquema en apariencia simple (el hombre sin fe enfrentado al religioso) se va narrando morosamente, con los rasgos de autor de Anderson abriéndose paso tanto en el montaje como en la puesta en escena, haciendo que la alegoría nunca sea del todo clara.

Todos los personajes de la película son desagradables, la crueldad instintiva de Freddie no es peor que el mesianismo manipulador de Dodd, y la imposibilidad de generar alguna empatía con ellos nos hace ver todo desde una prudente distancia. En este sentido la película parece una continuación de There Will be Blood: tanto el petrolero Daniel Plainview como el soldado Quell son hombres de acción, irracionales e imprevisibles, que tratan de vivir sus propias reglas alejados de la comunidad, una experiencia que en un país como Estados Unidos es imposible. Su precio es la soledad, la marginación, un progresivo encierro tanto físico como mental que, a veces literalmente, se traduce en sordera. Como una visión agria de aquella imagen icónica de John Wayne alejándose de la casa en el final de The Searchers, el personaje épico de The Master y su condena a errar por el país (y por la historia) parece, sin embargo, más digno que Dodd, “El Maestro” de la película, y la estructura fanática que lidera. Y así Freddie se enfrenta a una decisión en la que solo puede perder: la soledad perpetua (que incluye la pérdida de un amor de juventud que quizás hubiera salvado su vida)  o la humillación de rendirse a un culto de psicópatas organizados. Y aunque intenta adaptarse, constituirse como ciudadano y volverse un ser “racional”, un impulso lo empuja a lo primitivo, y ese impulso parece ser la libertad.

The Master es un film desolador, plagado de sueños rotos, con una mirada agria sobre la historia americana, desde los días de post guerra hasta la conversión en potencia imperial. El sabor de las películas de Anderson ya no suele sentirse en la fábrica de sueños que es Hollywood y por eso su cine, que tiene la capacidad de hacernos pensar, es mucho mejor que bueno: es necesario.

JPS

martes, 26 de febrero de 2013

El fondo del mar de Damian Szifron (2003)

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Hace algunos dias encontre en INCAA TV la opera prima de Szifron, que habia visto mucho tiempo atras y de la que practicamente no recordaba nada. El film abunda en defectos pero tiene algunas escenas brillantes y esta irregularidad no deja de hacer del director una figura central de ese cine argentino que nunca pudo desarrollarse, atrapado entre el exito facilista de “las peliculas de Darin” y el snobismo provinciano del BAFICI.

Ezequiel es un estudiante de arquitectura algo obsesivo y detallista, caracteristicas de su personalidad vagamente desarrolladas en una escena en la que pide queso blanco y tostadas para el espectador, no para los otros personajes, una situacion en la que las costuras del argumento se evidencian y que, por otro lado, no dejan de ser innecesarias ya que, como veremos, no hay mayor necesidad de que el personaje sea obsesivo y detallista. En un primer plano algo excesivo nos narra que desconfia de su novia, interpretada por Dolores Fonzi, y sorpresivamente decide visitarla a su departamento. La escena es aparentemente banal, ella esta elusiva y triste, llora sin sentido y Ezequiel la sigue buscando, aferrarandose a una relacion que se sabe muerta. Sin respuestas, sentado en la cama, ve que una mano masculina lleva bajo el colchon un zapato negro El joven, en lugar de pelearse, decide irse del lugar, incapaz de enfrentar su peor miedo. La escena es muy buena, esa mano intrusa, sin rostro, es la manifestacion fisica de la muerte, la caida por el pozo negro de Alicia, el fin.

Ezequiel, impotente, se queda en la puerta del edificio esperando la salida del sujeto, un desagradable y gracioso Gustavo Garzon. La larga secuencia en la que Ezequiel persigue al amante de su novia,  ambos en automovil, es preciosa y constituye el corazon del film. Szifron crea un suspenso enrarecido: no se trata de un objeto de deseo (Kimmy Stewart siguiendo a Kim Novak) ni de una mision de esponaje (Jack Nicholson en Chinatown), es simplemente la busqueda banal de una explicacion lo que mueve a un personaje que nunca deja de ser un verdadero cobarde. Es comun ver una nueva ola de directores jovenes criados en hogares de clase media, fetichistas del comic y de Alf, que lejos de la vieja virilidad de Ford o Ray ven a la figura femenina como el secreto premio que obtendran cuando la gente note que no son unos perdedores timidos sino unos secretos genios. El indie, el cool, I Sat, representan el nicho de consumo de los seres de esta naturaleza post moderna, el arquetipo real que explica que, en la ficcion, Ezequiel no saque de la cama a Garzon y le destruya bien la cara para tener luego algo de buen sexo brutal con el personaje de Dolores Fonzi. Esta falta de valentia esta, sin embargo, bien lograda y, como hemos dicho, tiene un poderoso eco en lo real.

Cuando esta falsa persecucion acaba y se diluyen sus logros tanto narrativos como fotograficos (es destacable la bella manera en la que esta filmada Buenos Aires), el film muere pero Szifron lo prolonga algunos largos minutos mas, con explicaciones y metaforas sin demasiado sentido. No se entiende muy bien cual es la justificacion de esta idea sobre el mar que abunda en la pelicula, se trata de una metafora infantil y molesta que diluye el sentido. Tampoco ayuda la larga explicacion del personaje de Fonzi del final, una escena innecesaria y mal filmada que no realiza ningun aporte y que destruye la subjetividad sobre la que se construye la obra. 

“El fondo del mar” prueba que Szifron es un director de talento que quizas deba dejar de ser Ezequiel para transformarse en el personaje de Garzon. Este doppelganger narrativo no termina de construirse pero, de manera torpe, la escena final intenta hacernos pensar que hubo un crecimiento, un traspaso de energia. Como el director se identifica con Ezequiel, el film posee todos los defectos de su personaje principal.

JPS