El éxito global
de Relatos Salvajes no debe
entenderse por únicamente por su calidad artística o por su fenomenal campaña
de prensa sino porque se trata de una película que un enorme sector de la
sociedad necesitaba ver. Por fin,
durante minutos que en la butaca del cine transcurren como en un sueño, la
culpa progresista se diluye y los prejuicios hacia ese otro cultural que acecha
pueden expresarse sin prejuicios, en una suerte de liberación emocional que
luego, al salir de la sala, deja una satisfacción desagradable, si tal
contradicción es posible. Es común ver alrededor del mundo esas tediosas
historias inclusivas en las que un blanco y un negro se conocen, superan sus
prejuicios y al final logran llegar a una suerte de unión en la que ambos, de
todos modos, seguirán cumpliendo su rol tradicional. Esa moral ambigua, culposa
y conservadora del cine progresista, cuyos ejemplos más recientes serían The Butler o 12 Years Slave, demuestra su persistente fracaso en la brutalidad de
Relatos Salvajes. Todo en el film es
burdo e infantil pero nada de eso importa porque el éxito de Damián Szifrón es
lograr identificación con un público que ve en Bombita o en La Novia el
antihéroe que necesita y que se rebela al fin contra el sistema, cuyas caras últimas son los automatizados empleados, la
clase trabajadora, y no el gran capital que
el propio Szifrón mencionó en el almuerzo de Mirtha Legrand.
El problema de Relatos Salvajes es que no hay una
mirada lúcida sobre aquello que muestra, sus relatos no pasan de anécdotas
banales, historias ingeniosas enfocadas en mostrar las miserias del ciudadano a pie en un largo ejercicio de
misantropía. Borges dijo alguna vez que en toda gran obra debe haber un
personaje admirable y esto aquí no se cumple de ningún modo ya que Szifrón
necesita que todos sus personajes sean despreciables para poder narrar su
historia, lo que constituye casi una acto de miseria artística. Como además
teme asumir posiciones ideológicas o políticas que le compliquen su afán por el
entretenimiento puro muchas de sus
historias terminas de manera abrupta, justo en el momento en el que debería
tomar una decisión (es)ética. Su objetivo es simple: crear un personaje que
pueda representar al espectador promedio, plantear rápidamente una situación y
luego enfrentarlo a una pesadilla que acabará, inevitablemente, en una tragedia
con gusto a farsa. La experiencia de Relatos
Salvajes plantea un público muy pasivo que debe entregarse al supuesto
placer de ver cumplidos los que parecen sus deseos y, por eso mismo, el éxito
de la película habla menos del cine que de la sociedad contemporánea.
Una mirada
benevolente sobre Relatos Salvajes
podría expresar que refleja la locura a la que nos lleva la vida en estos
tiempos. El entusiasmo por la película de Michael Moore, un hombre de izquierdas,
que acabo de descubrir vía Twitter, quizás pueda explicarse de ese modo. Pero
lo cierto es que no hay nada en Relatos
Salvajes que nos permita llegar a una conclusión de ese tipo, e incluso no
son pocos los momentos en los que, casi de manera involuntaria, sus propios
prejuicios se expresan en pantalla. Al novio no le molesta tanto que su mujer
se acueste con un extraño sino que ese extraño sea un cocinero que observa en
un significativo plano a través de la puerta que da a la cocina. Momentos
antes, en ese mismo episodio, un matrimonio de clase alta llegado desde el
exterior se queja por la inseguridad,
aún cuando esto no tiene ninguna relación con la trama, quizás por la necesidad
de Szifrón de crear un clima de peligro general que explique la reacción
posterior de su heroína. En el episodio de Sbaraglia la historia tenía que ser
contada desde su punto de vista ya que, si hubiera sido de manera inversa, si
hubiéramos observado a un trabajador volviendo a su casa tras una larga jornada,
ese negro resentido hubiera exigido un compromiso por parte del espectador, el
ejercicio de observarse desde afuera y reflejarse en un espejo algo incómodo,
todos pensamientos que contradicen el entretenimiento simple e irreflexivo del
film. ¿Por qué vivimos en un mundo salvaje? ¿Por qué podemos perder el control?
¿Por qué un ciudadano propone poner una bomba en la AFIP? En la película esas
preguntas ni siquiera están planteadas.
Sería ingenuo
subestimar, de todos modos, la inteligencia del director. La historia del
avión, puesta con malicia al inicio de la película, es un seguro que Szifrón
crea contra textos como el que están leyendo. Su protagonista es un crítico de
música ya que, vamos, hubiera sido demasiado obvio que fuera crítico de cine.
Junto a él se sienta una modelo muy bella. Conversan. Podría ser el inicio de
una aventura romántica o, por qué no, una historia de amor. El personaje, tratando
de seducir a la joven, declara con jactancia que puede encumbrar o destruir artistas con un simple artículo, y justo
después de eso, de manera vengativa, se revela la trama secreta detrás de la
casualidad. Nunca vemos al piloto del avión porque, claro, es el propio Szifrón
que, a modo de prólogo audiovisual, nos dice que dejemos de lado nuestra
capacidad para reflexionar y nos dejemos llevar por su mirada. Claro que, como esa
mirada no asume ningún compromiso ni pretende enredarse en posturas de alguna
complejidad, el piloto no tiene otra opción más que estrellar el avión contra
la tierra y hacer reír a la platea. En los títulos iníciales, ilustrados por
fotografías de animales salvajes, Szifrón se reserva la imagen del zorro.
Tampoco esto es casual: se puede debatir si es un gran director o un artista
humanista pero no hay dudas de que es un hombre muy astuto.