martes, 24 de julio de 2018

True Grit de Joel y Ethan Coen (2010)


The Searchers, una de las grandes películas americanas de todos los tiempos, empieza con una tragedia: una familia de pioneros europeos es masacrada por un grupo de nativos. El humo de la cabaña familiar, deshecha en cenizas, se eleva por el gran desierto y se proyecta en los ojos furiosos de Ethan Edwards, el personaje que interpreta John Wayne. Ahí, en ese preciso momento, comienza el lento y vasto mecanismo de la venganza, que abarcará ciudades, estaciones y largos viajes por una nación que se está construyendo. Al final, con el paso de los años, el motivo original ha sido olvidado y sólo permanece en Ethan un impulso primario, casi atávico, por la destrucción. Una de las tantas ideas que hacen de The Searchers una película fenomenal es que borra la distancia entre la venganza y la justicia, una palabra noble en apariencia. ¿Existe alguna diferencia entre las dos? La historia del cine, la historia de Estados Unidos, aún trata de descifrarlo.

La venganza es un tema permanente en Hollywood, desde Gladiador hasta la saga menos sofisticada de Charles Bronson, y es el espejo de una realidad que no deja de imponer una narrativa similar: Pearl Harbor o el 11-S son dos ejemplos legendarios. No es muy difícil ver que los inocentes que necesariamente deben morir para que el dispositivo bélico de la venganza comience son menos un accidente de la historia que el intercambio necesario para alcanzar los objetivos de la nueva Esparta. Es decir, si la tragedia es útil no es exactamente una tragedia sino un sacrificio. Suena dramático. Lo es.

True Grit es una nueva lectura de la película que en 1969 dirigió Henry Hathaway y protagonizó, por supuesto, John Wayne. Es un western crepuscular: los heroicos cowboys son ahora un montón de marginales y alcohólicos que no pueden convivir con una civilización que, sin saberlo, ayudaron a construir. En una larga ironía de la historia ellos también son, dolorosamente, la barbarie, y tienen que desaparecer.

La protagonista de la historia es Mattie, la hija de un hombre asesinado que busca al responsable. La justicia formal se pierde en la burocracia y descarta el caso. La voluntad inquebrantable de la nena por vengar a su papá es el motor de la trama y bajo su fuerza son arrastrados un comisario borracho en retirada y un joven “jarhead” a sueldo. El país, de nuevo, se está formando, y permitir un solo hecho de impunidad es romper para siempre  el pacto de origen. Todos los personajes se mueven en base al deseo de Mattie pero en ese proceso, finalmente, encuentran su redención. El final (una hermosa secuencia nocturna) es místico, casi cristiano: por fin, vale la pena morir por algo. Los Coen impugnan, con un humanismo que no los caracteriza, la épica de la venganza. En un país creado por fanáticos religiosos esto se parece demasiado a la justicia divina.