jueves, 16 de febrero de 2012

Hugo de Martin Scorsese (2012)

La política de los autores de los críticos franceses de Cahiers du Cinema ya ha sido negada y discutida una innumerable cantidad de veces, e incluso Godard supo decir en su momento que en la actualidad se quedaron con los autores y se olvidaron de la política, en lo que intuyo es una agresión merecida al cine de estilistas como Quentin Tarantino o Wes Anderson. Sin embargo, luego de ver la obra completa de autores como Bergman, Rohmer, Hitchcock o Bresson, creo que hay en el cine, a pesar de su elemento industrial y comercial, la posibilidad de una mirada, espacio para que la subjetividad de un artista se exprese de manera más o menos constante a lo largo de su obra. El punto es que, para conservarla, deberíamos volver a aquella anécdota entre Nicholas Ray y Luis Buñuel que el hijo del aragonés cuenta en su libro:

“Recuerdo que Nicholas Ray le invito a comer en Madrid, y mi padre me propuso que le acompañara. Durante la comida, Nicholas Ray le dijo: Buñuel, entre todos los directores que conozco eres el único que hace lo que quiere, ¿Cuál es su secreto?. Mi padre respondí: Pido menos de 50.000 dólares por película. Ray decidió cambiar la conversación. “

Quizás este sea el motivo que explica que Martin Scorsese, director de películas de autor como Taxi Driver, Ragging Bull o Mean Streets, haya perdido casi todos sus rasgos de estilo, haya anulado como tema su típica obsesión dostoievskiana sobre el hombre, y se haya transformado en un mero director de súper producciones, una voz perdida entre otras, irreconocible ya. No es que esté en contra del cambio ni que ingenuamente le reclame a Scorsese que siga filmando Goodfellas, pero si llama la atención que filmes tan pretenciosos y mediocres como The Aviator o The Departed provengan de un director que, al mismo tiempo, como separando las aguas, sigue filmando algunos documentales en los que sus viejas obsesiones y preocupaciones sobre el cine se manifiestan abiertamente y con una mirada inteligente y sensible.

En Hugo, sin embargo, queda en pie una única obsesión: la mirada. Es que Scorsese sabe que la mirada es el centro del arte cinematográfico, y lo que hace aquí es prolongar esa obsesión hacia la manera en que miramos la pantalla de cine, ese artefacto de la revolución industrial que comenzó siendo una fábrica de sueños y que hoy apenas sirve para evadir la pesadilla del presente. Scorsese hace una apología a la mirada inocente del hombre frente a la pantalla, antes de la guerra mundial y el horror que Adorno describió en Auschwitz. ¿Es posible volver a ver cine de la forma en que lo ve el pequeño Hugo o de la manera en que lo concibió George Melies? Ya no. La televisión y su maquinaria publicitaria de la obscenidad, sumado a la anarquía de Internet, nos han hecho menos inocentes y nos han vuelto seres cínicos. ¿Y que es entonces esta película? En Taxi Driver, por citar un ejemplo, la mirada de Travis describía el estado putrefacto de la sociedad americana post Vietnam. En The Last Temptarion of Christ se ponía en debate la relación entre el Dios católico, el Gran Padre Ausente, y sus hijos. Cuesta comprender hacia dónde va Hugo, hacia donde apunta su pirotecnia visual y su pretendido homenaje a los pioneros del cine. Porque la película está llena de metáforas y símbolos que abren interrogantes inútiles, quizás demasiado obvios, quizás sin ningun objetivo mayor que la simple celebración de feria. Por momentos la visión del cine de Scorsese parece ser mística, religiosa, como si creer o no creer en la magia del séptimo arte fuera parecido al debate de Luke Skywalker entre dejarse llevar o no por el lado oscuro de la fuerza. La película elude toda problematización, toda pregunta, y la realidad es apenas mencionada, en un fuera de campo que se sabe buscado pero que termina generando un vacio de sentido que no articula el recorrido argumental. En algún momento, Melies explica las razones de su fracaso diciendo que los soldados volvieron de la guerra y ya no quisieron ver mis películas, las cosas que vieron no les permitieron disfrutar más de la fantasía. Esto, claro, es falso, o por lo menos una suposición que esta tomada de los pelos ya que Disney creció justamente en el periodo de post guerra, al igual que las grandes superproducciones evasivas de Hollywood. Quizás Melies, un emprendedor independiente, perdió la guerra contra los grandes estudios que comenzaban a constituirse y vio como su figura de mago-director comenzaba a ser reemplazada en Estados Unidos por la de empresario-productor. Claro que Scorsese nunca se plantea este problema, lo resuelve todo con magia, mas teniendo en cuenta que su propia película de presupuesto mastodóntico ha sido financiada por la Paramount.

En algún ensayo de Sábato, creo que La Resistencia, recuerdo haber compartido con el escritor la estupefacción que le provocaba comprender que, a pesar de su larga y compleja vida, a pesar de los premios y de los hijos, ya viejo y algo senil no dejaba de recordarse en la niñez, andando en bicicleta por su barrio o jugando con amigos. Mi propio bisabuelo, inmigrante italiano con una vida dura y sacrificada, justo antes de morir recordaba sus días en Italia, la perenne felicidad de la niñez, esos momentos previos a la perdida de la inocencia. Sin dudas, creo que Scorsese ha hecho en esta película la misma operación, un recuerdo difuso y feliz sobre una época perdida, un voluntario escape de la realidad hacia un mundo de la infancia lleno de magia y amor por el cine de vaqueros que descubrió con su madre en los barrios bajos de New York. Cuando muera, supongo que tendremos que ver primero Hugo para luego caer en Taxi Driver o Ragging Bull y enfrentarnos, si, a la amarga realidad.

JPS

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