miércoles, 7 de marzo de 2012

Distant Voices, Still Lives de Terence Davies (1988)

En Los Héroes de Thomas Carlyle, el autor escocés alega una y otra vez a favor de los grandes individuos, de las personalidades carismáticas que se ponen por encima de la historia y dan vuelta su incesante devenir; las comunidades hacen nacer héroes en su seno porque los precisan, porque están ansiosas por ver un reflejo de Dios en alguno de ellos, porque necesitan una fe que los movilice y los haga olvidar, siquiera por unos segundos, de la horrorosa banalidad en que consiste estar vivo. El cine americano, como sabemos, ha hecho del factor heroico un elemento clave en su narrativa planetaria: desde Batman hasta Philipe Marlowe, siempre encontraremos en las películas de Hollywood un héroe que, sino puede transformar el mundo, al menos puede redimirlo. El personaje heroico americano encarna los problemas de una época, deja de ser un hombre para transformarse en un símbolo de lo que fue y de lo que puede ser para su comunidad, una abstracción alegórica disfrazada de naturalismo que algunos directores como John Ford han elevado al rango de obra maestra. Es cierto que ya en Homero tenemos al prototipo de personaje heroico, pero nunca antes la fabricación de héroes se había hecho de manera industrial, y si en otros tiempos las figuras carismáticas eran el resultado de cientos de años de historia y evolución de las sociedades, en la actualidad el héroe es la encarnación de una fantasía proletaria individualista, secular y capitalista, asociada al rol de Estados Unidos en la política mundial.

El británico Terence Davies, por el contrario, hace foco en la comunidad, no en un carisma que las exalta y modifica su situación sino en la tradición que une a los hombres, que hace del individuo una encarnación pasajera de una forma de ver el mundo compartida por miles de anónimos. En Distant Voices, Still Lives la historia es un eco lejano, un cuento escrito por hombres poderosos, una conspiración de que no modifica en absoluto las vidas detenidas de sus protagonistas. Schopenhauer pensó alguna vez que el gato que acariciaba era el mismo gato que otro hombre había acariciado cientos de años atrás; Keats soñó con un ruiseñor efímero que encarnaba con su canto la eternidad de la especie. De alguna forma, Davies hace una reflexión similar: su filme se enfoca en una familia, no hay protagonistas sino un fresco de personajes narrados de manera aleatoria, como en un recuerdo difuso que se estructura a partir de innumerables canciones que los personajes cantan como aferrándose a la tradición, a la cultura popular inglesa que los enmarca y les da un sentido e pertenencia que los excede. La atención a los rostros a través de bellos primeros planos tiene una cualidad antropológica, los lentos paneos de los personajes cantando nos hacen sentir que hay una sustancia invisible uniéndolos, esa sustancia llamada cultura. Los encuadres están hechos de vacios sobre lugares mil veces transitados, de poses fotográficas en blanco y negro que los abuelos nos han mostrado alguna tarde de tedio familiar. La historia es eso que escriben los que tienen dinero, para los trabajadores la vida es dura e inmutable, está hecha de silencios y tiempos muertos, sin aventuras extraordinarias, apenas alguna fiesta o noche de bar en la que a través del canto se puede escapar a un mundo feliz y lejano.

Desconozco la historia del cine ingles (solo he visto algunas peliculas de Michael Powell) pero supongo que esta es una de las más bellas obras del cine británico, una exacta mirada sobre la idiosincrasia isleña, no la de los nobles sino la del verdadero secreto de la grandeza de su pueblo: los working class que, volviendo al inicio, son los verdaderos héroes no porque pueden modificar la historia sino porque la soportan.

JPS

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