Quizás como parte de una inteligente campana de prensa, quizás porque los críticos nunca supieron bien que decir sobre la película, aquella idea con la que me senté a ver el último film de PT Anderson (“habla sobre la cientologia”) se desmorono en unos pocos segundos para dar pie a una larga exploración cinematográfica sobre la Fe.
Joaquin Pheonix interpreta a Freddie Quell, un soldado que, al terminar la Segunda Guerra Mundial, vuelve a la vida americana sin fe ni destino. Su vagabundeo lo lleva de un trabajo a otro hasta que, casi por casualidad, acaba en un barco que transporta al líder de una nueva religión llamado Lancaster Dodd (papel que le queda demasiado cómodo a Philipp Seymour Hoffman). Este esquema en apariencia simple (el hombre sin fe enfrentado al religioso) se va narrando morosamente, con los rasgos de autor de Anderson abriéndose paso tanto en el montaje como en la puesta en escena, haciendo que la alegoría nunca sea del todo clara.
Todos los personajes de la película son desagradables, la crueldad instintiva de Freddie no es peor que el mesianismo manipulador de Dodd, y la imposibilidad de generar alguna empatía con ellos nos hace ver todo desde una prudente distancia. En este sentido la película parece una continuación de There Will be Blood: tanto el petrolero Daniel Plainview como el soldado Quell son hombres de acción, irracionales e imprevisibles, que tratan de vivir sus propias reglas alejados de la comunidad, una experiencia que en un país como Estados Unidos es imposible. Su precio es la soledad, la marginación, un progresivo encierro tanto físico como mental que, a veces literalmente, se traduce en sordera. Como una visión agria de aquella imagen icónica de John Wayne alejándose de la casa en el final de The Searchers, el personaje épico de The Master y su condena a errar por el país (y por la historia) parece, sin embargo, más digno que Dodd, “El Maestro” de la película, y la estructura fanática que lidera. Y así Freddie se enfrenta a una decisión en la que solo puede perder: la soledad perpetua (que incluye la pérdida de un amor de juventud que quizás hubiera salvado su vida) o la humillación de rendirse a un culto de psicópatas organizados. Y aunque intenta adaptarse, constituirse como ciudadano y volverse un ser “racional”, un impulso lo empuja a lo primitivo, y ese impulso parece ser la libertad.
The Master es un film desolador, plagado de sueños rotos, con una mirada agria sobre la historia americana, desde los días de post guerra hasta la conversión en potencia imperial. El sabor de las películas de Anderson ya no suele sentirse en la fábrica de sueños que es Hollywood y por eso su cine, que tiene la capacidad de hacernos pensar, es mucho mejor que bueno: es necesario.
JPS
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