jueves, 19 de enero de 2012

The Steel Helmet de Samuel Fuller (1951)


Ver una película de Samuel Fuller filmada con un magro presupuesto de 100 mil dólares en apenas diez días es una experiencia fascinante y constituye una memorable lección sobre el arte del cine. Los recursos sencillos y efectivos que va usando Fuller a lo largo de la película muestran una cámara consciente del truco al que juega con el espectador ya desde el memorable plano inicial. Recuerdo la admiración de Godard hacia Fuller y comienzo a comprender las razones: hay una apología moderna a cierta pureza del cine, un regreso a la inocencia perpetrado desde la tristeza de la post guerra que hace de la película un ejercicio de estilo que no cae en el juego tarantinesco de la vanidad sino que propone una lectura amarga y desencantada de la realidad que tiene, por su juego de formas, un eco inmediato en el espectador.

Todo gran director, y sin dudas Fuller lo era, sabe que los grandes protagonistas de sus películas son la luz y la sombra. Esta dualidad está planteada desde el inicio en la construcción del espacio del filme, tanto en sus escenas en la selva como aquellas en el templo budista y en su memorable plano final, en el que los sobrevivientes del pelotón avanzan como sombras negras hacia su incierto destino de soldados. El contraste de la luces es también el contraste ideológico que plantea Fuller entre la visión patriótica del héroe anónimo que da su vida por el país en una tierra inhóspita y la crítica feroz a ese espacio off que es Estados Unidos, en el que negros y coreanos son discriminados y tratados como basura. Como Ford o Hawks, Fuller separa la grandeza del hombre común que pelea hasta morir y la bajeza de los dirigentes y políticos que mandan al matadero a miles de personas por razones económicas. Todo esto plantea una extraña visión sobre la ética del soldado, escindido entre el deber y la razón, en constante conflicto interno. Es decir, no hablamos ya de un conflicto político sino de un profundo drama humano. Eso distingue una película de guerra de una película ambientada en la guerra que trata sobre los únicos dos temas universales: el amor y la muerte. Hay un dialogo en la película que explica muy bien este dilema: un soldado norcoreano es atrapado en batalla y apresado por un soldado americano de origen japonés, apodado Cara de Buda. El norcoreano le pregunta a Cara De Buda porque pelea por un país que lo discrimina y lo maltrata y este responde: tenes razón, pero bueno, no soy japonés, soy americano, y los problemas de mi país los sabremos resolver nosotros.

El mismo dilema recorre al inolvidable sargento Zack, protagonista de la película, un ser violento que divide a los soldados entre los muertos y los que están por morir. Su visión del mundo es cínica y amarga. La esperanza llega tras el encuentro con un niño surcoreano pero esa esperanza, como todo en la guerra, se pierde. Aun así, a pesar de su violencia extrema, hay un espacio de redención para él hacia el final de la película, quizás porque Fuller lo muestra el producto de las terribles circunstancias que le han tocado vivir, como el resultado lógico de gobiernos que utilizan carne de canon para ganar un pozo petrolero. Quizás la más terrible de las lecciones que nos ha ensenado el presente es que ese mínimo atisbo de humanidad se ha perdido y que para los soldados, convertidos en maquinas cocainómanas de matar, no hay redención posible.

JPS

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