lunes, 18 de junio de 2012

Once Upon a Time in the West de Sergio Leone (1968)



Creo que he visto Once Upon a Time in the West unas cinco veces, y en cada visionado me encontré con una película nueva porque, si los fotogramas permanecen iguales, yo no dejo de cambiar. Quizás la gran virtud de la película sea permitir esas lecturas sucesivas que comienzan con la anécdota misma y terminan en una compleja red de referencias simbólicas y cinéfilas. El film es pionero en la siempre dudosa operación de la estilización, pero Leone lleva la idea con grandeza porque manifiesta un profundo conocimiento y amor por el cine.

Es fama aquella idea que dice que Leone veía a Estados Unidos desde Europa, en una distancia idealizadora, y que su cine no está relacionado con la historia de las sociedades, eso que inspiro a Ford, sino con la historia del cine, eso que inspiro a Godard. Once Upon a Time… es un comic, una aproximación lúdica al único género creado en pantalla, el western. La histórica escena inicial nos exhibe su lenguaje, su forma, y traza una visión que no tiene vínculo con lo real sino con lo cinematográfico, como si ambas cosas pudieras ser opuestas. No importa que toda la película este apoyada sobre una venganza banal y un poco estúpida, ni siquiera importan los negocios en disputa, lo central aquí es ese plano en el que aparece Fonda ¡haciendo de villano! por primera vez, o la increíble escena en la que Jason Robards le dice a Claudia Cardinale que no se queje si uno de los muchachos desea tocarte el culo. Es decir, mientras más desaforada y absurda mejor, porque los planos y los tiempos son desaforados y solo así se establece una relación orgánica entre forma y contenido.

Alguien ha dicho que cuando un género cae en la parodia está acabado, y eso es exactamente lo que sucede en Once Upon a Time... 6 años después de la amarga despedida de Ford en la monumental The Man Who Shot Liberty Valance, Leone entierra en el museo al imaginario del Oeste con un conmovedora opus que, en su irreverencia, es también una demostración de afecto.

Pienso que una escena de Roma Citta Apperta vale más que toda la filmografía de Leone, solo porque Rossellini captura una esencia que es imposible hallar en la exaltación del estilo que practica Sergio. Es cierto que los tiempos cambiaron, y que la televisión le exigió al cine una conciencia sobre el lenguaje que inevitablemente derivo en películas como estas, brillantes pero a su vez distanciadas de una realidad que los medios comenzaban a multiplicar obscenamente. Pero en Leone todavía hay una grandeza, una sensibilidad dada por sus infinitas horas en la oscuridad de la sala. Quizás Sergio odiaría saber que fue uno de los primeros en traer a los semiólogos al cine, especie que aun no le ha dado nada útil a la humanidad y que hasta hoy rige el estudio y el análisis de eso que llamamos películas y que, a la larga, solo nos hacen pasar un buen rato algún día de la semana. 

JPS

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