viernes, 27 de abril de 2012
Stella Dallas de King Vidor (1937)
miércoles, 18 de abril de 2012
Les liaisons dangereuses de Roger Vadim (1959)
jueves, 12 de abril de 2012
Trouble in Paradise de Ernst Lubitsch (1932)
El nacimiento del cine fue contemporáneo a las surgimiento de las vanguardias artísticas europeas del inicio del siglo XX; el surrealismo, el dadaísmo, el futurismo, los fauves alemanes y toda una serie de ideas renovadoras sobre lo que el arte debería ser en el inicio de la era del capital surgieron junto al arte industrial por excelencia y muchos de los grandes directores que moldearon Hollywood son exiliados del nazismo que vivieron ese ambiente de explosión vanguardista desde sus inicios: Von Sterneberg, Lang, Wilder, Preminger, Sirk y, por supuesto, el alemán Ernst Lubitsch. Esto explica que sus películas disten de ser conservadoras, y que sus visiones sobre la vida americana estén plagas de ironías y dobles lecturas que son imposibles de encontrar en el cine contemporáneo. Es extraño, pero es más fácil ver una mujer con dos amantes fumando un cigarrillo en paz en una película del 30’ que en una de estos años. Bajo la cascara liberal, el conservadurismo burgués, pseudo cristiano y consumista que rige la conducta social baja su línea una y otra vez con una potencia demoledora. Es por esto que ver a Lubitsch es una extraordinaria experiencia de amor por la libertad, una resistencia artística ante la oscuridad del futuro.
La película narra la historia de una pareja de ladrones de guante blanco, Gaston y Lily, inmersos en la alta sociedad europea, esa nobleza decadente que, como se narra en Titanic, se hundiría sin remedio algunos años después. El problema surge cuando la pareja selecciona como próxima víctima a la viuda de un millonario empresario de perfumes, Madame Colet, una mujer hermosa y liberal de la que Gaston se enamora perdidamente. Los celos de su novia Lily crecen al igual que las sospechas de muchos allegados a la viuda, que dudan de la identidad del nuevo protegido de Madame Colet. La película es una sucesión de ingenio, elegancia y humor refinado, con una brillante utilización de los recursos cinematográficos, concibiendo a la cámara no como testigo de una situación más o menos divertida sino como parte de una coreografía de cuerpos y luces a partir de la que se estructuran las escenas. La película genera de inmediato un código propio, código que el espectador cree y a partir del cual es transportado por los salones y las casas de campo de la aristocracia europea con una sonrisa en el rostro. Gastón descubre que alrededor de Madame Colet hay una serie de sujetos que están esquilmando su fortuna, y a pesar de sus robos, sus mentiras y sus infidelidades, no deja de ser una persona noble y encantadora, algo que solo puede lograr un talento como el de Lubitsch.
La moral del film está, por lejos, mucho más avanzada que la nuestra. En el cine moderno la infidelidad o el crimen se pagan, en aquella época había un resto de cinismo al respecto, y habría que preguntarse que paso luego del nazismo, que horrores habrán quedado en la Gran Memoria de los hombres de la que hablaba Yeats para que nos hayamos transformado en la horrible raza de conservadores que somos. El Código Hays fue solo el inicio de una larga serie de restricciones que llegan hasta nuestros días, en los que la libertad humanista de un filme de Lubitsch es algo impensado. En las películas contemporáneas no dejamos de ver hombres atados a un sistema que no comprenden y que los hace idiotas felices o tristes lucidos, en palabras de Emile Cioran. No quedan rastros de humanismo sino búsquedas desesperadas de vida, no queda amor sino una vaga necesidad por formar un hogar y encerrarse en el. Sin intenciones de caer en el gusto adolescente por el apocalipsis, viendo Trouble in Paradise y esas imágenes en blanco y negro que fluyen como un sueño no deje de pensar que, en comparación, las comedias románticas de Hollywood de la actualidad están pobladas de fantasmas y cuerpos muertos, incapaces de la menor resistencia, entregados tanto delante como detrás de cámaras a la estrechez que se les ofrece.
JPS
martes, 10 de abril de 2012
Broken Flowers de Jim Jarmusch (2005)
Durante el primer acto de Broken Flowers el personaje interpretado por Bill Murray parece un tanto forzado en su aislamiento emocional. Sus gestos, sus actitudes, su absoluta inmovilidad espiritual están llevadas a un grado de paroxismo que se aleja de lo natural para transformarse en un rasgo estilístico que trasciende la ficción misma. Incluso esa estúpida vestimenta deportiva, que tiene ecos de la olvidable obra de Wes Anderson The Royal Tenembaums, parece quitarle humanidad a un personaje cuya nulidad de gestos parece un ejercicio de cine post moderno en lugar de un intento por capturar algo de vida. El protagonista se construye desde el estereotipo del Don Juan (subrayado incluso por su nombre, Don Johnston) pero observado por Jarmusch desde el reverso, buscando descifrar el vacio que se esconde detrás del hombre que renuncia al amor para entregarse al vaivén del deseo, un deseo ya apagado y que al no poder manifestarse comienza a consumirlo por dentro. Su su pose parece ser excesiva, y solo se sostiene gracias al extraordinario gesto a la Giocconda de Bill Murray, esa sonrisa ambigua que lo transforma en el inmenso actor que es.
Luego, en el segundo acto, las cosas comienzan a transformarse. A partir de una carta de procedencia sospechosa que le llega a su hogar, Don descubre que es padre de un chico de 20 anos, e instigado por un vecino amante del misterio recorre los hogares de las mujeres que ha frecuentado dos décadas atrás para comprobar si su paternidad es cierta. Esta ambigüedad establecida sobre el elemento que hace avanzar la trama, la carta, es central para comprender la película de Jarmusch. Es decir, lo que se narra aquí no es el encuentro de un padre con su hijo sino la transformación de Don, una transformación simbólica, en una bella metáfora que Jarmusch despliega a través de su gélida narrativa. El personaje del vecino, por su parte, es muy interesante, y en una primera lectura recuerda a aquellos personajes que Hitchcock utilizaba en algunas de sus películas (The Shadow of a Doubt, Suspicion), amantes del misterio que como un coro griego van comentado el misterio mismo de la película. Por otro lado, también es cierto que la película comienza con un plano de la carta llegando al hogar de Don no sin antes pasar por el hogar de su vecino, que representa la felicidad matrimonial y el hogar constituido del que el protagonista ha huido durante toda su vida. Quizás en este contraste se cifre alguna clave de una película cuyo sentido, como corresponde en un autor independiente, queda abierto a la interpretación y a la subjetividad del espectador.
Don recorre las casas de las mujeres con las que estuvo 20 años atrás, y se encuentra allí con la locura intima, con el tiempo que se palpa en el rostro de los otros, con el indescifrable misterio que una mujer representa para cualquier hombre. Todo hogar es un pequeño Universo y Don es un turista recorriéndolos, observando junto al espectador la sutil demencia cotidiana. Lo más importante llega sobre el final, cuando regresa a su casa pensando que su misión ha fracasado, sin haber encontrado a su hijo. Allí se revela la parábola de la película, de una fuerza dramática arrebatadora, porque ya no importa si el personaje encuentra o no al hijo, ni siquiera importa que la carta sea falsa o que el hijo en realidad exista, lo central en Broken Flowers es como Don modifica su valor simbólico y se transforma en Padre, y aunque el plano final sea algo redundante no deja de expresar a la perfección ese momento. Lo engañoso del filme es que esta mutación en Padre no deja de tener una lectura negativa: Don se transforma en un Mal Padre, en el padre ausente de un hijo que no existe, en un enorme vacío que su búsqueda le ha revelado. Todo el viaje de Don es un viaje hacia su propia nada, hacia su profundo abismo emocional.
Acompañada por la música del jazzista etíope Mulatu Astatke, Broken Flowers no es una road movie, ni un melodrama, ni una comedia refinada, es la obra de un autor que no le teme al tiempo y que observa al pasado poniéndose en conflicto con él, huyendo de la nostalgia, tratando de descifrar esa incógnita que es el hombre post moderno.
JPS
lunes, 2 de abril de 2012
Le Havre de Aki Kaurismaki (2011)
Nada más despreciable en el arte que el barroquismo, el manierismo, la estilización como recurso. El arte debería imitar a la naturaleza y revelar en un soplo de inspiración algunos de sus infinitos misterios. Lo supo Hitchcock y por eso sus primeros planos de Ingrid Bergman mirando a Cary Grant son inolvidables, lo supo Buñuel y en la pesadilla de Los Olvidados no hizo más que emular los horrores de las pesadillas infantiles, lo supo Linklater y en Slacker se concentro en la irrealidad que rodeaba como un sueño su pequeño lugar en el mundo. No se debe confundir el amor por la Naturaleza con el realismo, el realismo es una farsa inventada por las ciencias sociales, ese grupo de mentiras que comenzó combatiendo el sistema y hoy es su mejor cómplice. El amor por la Naturaleza tiene como fin olvidar el ego y concentrarse en las pequeñas magias que nos rodean, contemplar la belleza y emularla con esa dignidad que es tan humana. Lamentablemente, en el cine post moderno (nadie sabe definir aun que es el posmodernismo) esto está muy mal visto. Europa es una región moralmente decadente, llena de culpas y de horrores sepultados que persisten como malos sueños, y por ende sus intelectuales filo nazis o anti nazis (es lo mismo) creen que lo clásico es un error, el anhelo de una civilización muerta. Es curioso, para combatir la decadencia pretender premiar la decadencia del arte en lugar de apostar por un regreso a su gloria. Por otro lado, no ven que el pueblo, esa abstracción que desdeñan, consume en toneladas cuentos que ya no son clásicos sino parodias estúpidas del clasicismo. Festivales como Cannes son ecos de una larga culpa, celebraciones del periodismo y no ya del arte, donde los horribles Dardenne o su equivalente mexicano Trapero son considerados grandes artistas. ¿Quién quiere ver esa enorme estupidez que es Funny Games de Haneke? ¿A quién le interesa la basura de Lars Von Trier? ¿Quien cree en la catarata de violencia estúpida de Gaspar Noe? Nadie con un dejo de optimismo, nadie con fe en la belleza. Incluso aquellos cineastas periféricos que llegan con sus pequeñas operas primas valiosas son captados por la lógica europeizante y acaban con su carrera: Lucrecia Martel, Lisandro Alonso, Hong Sang Soo, Wong Kar Wai y, ahora, Aki Kaurismaki, que entrega su mayor fiasco, una coproducción con 90 países, todos europeos, donde se trata el tema de la inmigración, los negros, los europeos, la guerra, y un montón de otras noticias que se pueden leer en los diarios. En el medio queda la voz perdida de un autor que intenta subsistir en esa atmosfera viciada de co producciones con rasgos de estilo muertos que nada tienen que ver con sus mejores películas: color saturado en un par de escenas, actuaciones frias en otras, ambiente de teatro barato, etc. Le Havre es una basura sin atenuantes, los críticos la consideran genial con argumentos irracionales llenos de razonamientos y el programa más visto de Telefe es Dulce Amor.
JPS