Creo que he visto Once Upon a Time in the West unas cinco
veces, y en cada visionado me encontré con una película nueva porque, si los
fotogramas permanecen iguales, yo no dejo de cambiar. Quizás la gran virtud de
la película sea permitir esas lecturas sucesivas que comienzan con la anécdota
misma y terminan en una compleja red de referencias simbólicas y cinéfilas. El
film es pionero en la siempre dudosa operación de la estilización, pero Leone
lleva la idea con grandeza porque manifiesta un profundo conocimiento y amor
por el cine.
Es fama aquella idea que
dice que Leone veía a Estados Unidos desde Europa, en una distancia
idealizadora, y que su cine no está relacionado con la historia de las
sociedades, eso que inspiro a Ford, sino con la historia del cine, eso que
inspiro a Godard. Once Upon a Time…
es un comic, una aproximación lúdica al único género creado en pantalla, el
western. La histórica escena inicial nos exhibe su lenguaje, su forma, y traza
una visión que no tiene vínculo con lo real sino con lo cinematográfico, como
si ambas cosas pudieras ser opuestas. No importa que toda la película este
apoyada sobre una venganza banal y un poco estúpida, ni siquiera importan los
negocios en disputa, lo central aquí es ese plano en el que aparece Fonda ¡haciendo
de villano! por primera vez, o la increíble escena en la que Jason Robards le
dice a Claudia Cardinale que no se queje si
uno de los muchachos desea tocarte el culo. Es decir, mientras más
desaforada y absurda mejor, porque los planos y los tiempos son desaforados y
solo así se establece una relación orgánica entre forma y contenido.
Alguien ha dicho que
cuando un género cae en la parodia está acabado, y eso es exactamente lo que sucede
en Once Upon a Time... 6 años después
de la amarga despedida de Ford en la monumental The Man Who Shot Liberty Valance, Leone entierra en el museo al
imaginario del Oeste con un conmovedora opus que, en su irreverencia, es también
una demostración de afecto.
Pienso que una
escena de Roma Citta Apperta vale más
que toda la filmografía de Leone, solo porque Rossellini captura una esencia que
es imposible hallar en la exaltación del estilo que practica Sergio. Es cierto
que los tiempos cambiaron, y que la televisión le exigió al cine una conciencia
sobre el lenguaje que inevitablemente derivo en películas como estas,
brillantes pero a su vez distanciadas de una realidad que los medios comenzaban
a multiplicar obscenamente. Pero en Leone todavía hay una grandeza, una
sensibilidad dada por sus infinitas horas en la oscuridad de la sala. Quizás
Sergio odiaría saber que fue uno de los primeros en traer a los semiólogos al
cine, especie que aun no le ha dado nada útil a la humanidad y que hasta hoy
rige el estudio y el análisis de eso que llamamos películas y que, a la larga, solo nos hacen pasar un buen rato algún
día de la semana.
JPS
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