sábado, 23 de junio de 2012

Dark Shadows de Tim Burton (2012)



Como habrán notado los improbables lectores de este blog, es poco frecuente que quien escribe hable mal de alguna película ya que trato de comentar únicamente obras que me resultan bellas y que estimulen mi pasión por el cine. Sin embargo, me siento en la obligación de escribir algunas palabras sobre la última película de Tim Burton, solo porque me pareció espantosa e incluso poco profesional. Dark Shadows tiene problemas de guion, de estructura, y una enorme dificultad para construir el mundo en el que se desarrolla, algo que es poco habitual en Hollywood y aun más en la errática obra de Burton. Se nota a lo largo del film la manera en que la obsesión megalómana y espectacular por los efectos visuales se va devorando cualquier intento de crear una coherencia, y algunos chistes fáciles dan una increíble vergüenza ajena.

Todo comienza con un corto que explica todo lo que veremos a continuación y que parece puesto solo para el más imbécil de los espectadores. Los Collins son una familia europea que emigra a Estados Unidos siguiendo el sueño americano y que logra en América la prosperidad y los millones de la industria pesquera. Su éxito es tal que se funda una ciudad con su nombre, Collinsport, donde la familia construirá su fastuosa mansión. Allí vive el joven y apuesto Barnabas, que al no corresponder al amor de su empleada domestica es convertido por esta (que también es bruja) en vampiro. Si uno quiere ver aquí alguna ambientación digna de Hawthorne o de Poe, cierta obsesión americana por la caza de brujas que viene ya desde las hogueras de Salem y que podría haberse establecido sin problemas, debe esperar en vano. No hay nada que justifique la brujería del personaje de Eva Green, y las cosas suceden con una facilidad casi pasmosa, sin Historia, en el vacío.

Saltamos luego a 1972, en plena guerra de Vietnam. Una joven institutriz llega a la derruida mansión Collins y conoce a la familia que la habita en ese momento, todos en una situación económica penosa producto de la tirana en Collinsport de la eterna Eva Green, que como bruja reencarna ad infinitum. En ese momento Barnabas, que como vampiro también es eterno, es desenterrado y escapa del cajón que lo tenía apresado. Llega entonces el arsenal de chistes fáciles más continuo desde White Chicks, aunque con menos gracia y conviccion. Todo de aquí en más es una aberración, casi una falta de respeto al espectador avezado. La película no tiene punto de vista, ni héroe, y el final carece de tensión o de lógica argumental. Si Eva Green puede destruir todo, ¿por qué no lo hace antes? ¿Cuál es el problema del niño problemático que vive en la mansión Collins? En fin, quizás en otro momento, con este mismo argumento, Burton podría haber hecho una película digna. Hoy parece atrapado por las exigencias de productores y estudios que creen que si algo no vuela o explota la gente se aburrirá. Quizás tengan razón, pero la culpa es de ellos.

Como diría mi amigo EM, desde que Tim Burton se parece a Fito está hecho un pelotudo. Es lo más sensato que puedo decir de Dark Shadows.

JPS

jueves, 21 de junio de 2012

Chimes at Midnight de Orson Welles (1966)



Orson Welles es el primer cineasta moderno justamente porque en sus películas narra la monumental caída de la modernidad. Kane, los fabulosos Amberson, Falstaff, el detective Quinlan, todos sus personajes terminan abatidos por su magnificencia, por su incapacidad para sostener su propio gigantismo. Claro que esta parábola le cabe al propio Welles y quizás sea por eso, porque el mundo y él compartían la misma metáfora, que algunas de sus películas son fabulosas .

Chimes at Midnight está basada en 4 diferentes obras de Shakespeare, Las Alegres Comadres de Windsor, Ricardo II, Enrique IV y Enrique V. Las tres últimas conforman una línea histórica que narra sucesivos reinados en la Inglaterra del siglo XII, la primera es de donde extrae Welles el carácter asombroso de Falstaff. Welles logra con él una caracterización que trasciende lo corpóreo, que es mimética y asombrosa, que se transforma en un juego de espejos donde personaje y actor se apropian del otro y conforman una máscara perfecta y final. Falstaff es un cuerpo desbordado, el misterioso punto donde el eros y el thanatos se juntan, es soberbio, haragán, vago, borracho, mentiroso, miserable, obeso y, claro, irresistiblemente encantador. Y hay mucho de él en ese otro mito que es Orson.

La película narra la vida del joven príncipe Hal, que  detesta la  vida de la corte y vaga por la campiña en compañía de su mentor, el impresentable Falstaff. Hay una envalentonada civil contra el reinado de su padre y el príncipe sale en su defensa hasta asumir, finalmente, su destino como rey. Si Citizen Kane es la obra menos interesante de Welles porque sobre el final encuentra un centro, un banal símbolo de la inocencia que acomoda las piezas del laberinto y le quita algo de su horror, en Falstaff, en cambio, la resolución es misteriosa y, por lo tanto, particularmente cruel. La caída de Falstaff es anunciada y conmovedora. Javier Marías, algo azorado,  ha dicho que el momento en que Hal se convierte en Enrique V y rechaza a su otrora compañero es una de las escenas más tristes y despiadadas de la literatura y el cine. Las palabras que Hal le dirije a Falstaff en ese momento me eximen de comentarios:

No te conozco, anciano. (…)He soñado largo tiempo con una especie de hombre como tú, así de libertino, pero ahora he despertado y desprecio mi sueño (…). He dado la espalda a mi antiguo yo, así que cuando oigas que vuelvo a ser el que he sido, acércate a mí y tú serás el que fuiste” (Segunda parte: Act. V, esc. 5).

El gesto que Falstaff-Welles hace al escuchar esto en boca de su viejo amigo conforma uno de esos misteriosos momentos que un director de cine busca toda su vida. Esas campanadas a la medianoche dan por terminado un sueño en el que un tipo como Falstaff podía juntarse con la realeza, en el que la ética del bufón podía llegar al poder. Si en algún momento creímos que Falstaff estaba usando al príncipe para alcanzar los honores de la corte, luego comprendemos que era el príncipe quien lo usaba a él para divertirse un poco, como una adolescente se divierte con su perro. 

Welles filma en España una historia ambientada en Inglaterra con su genialidad visual, su amor teatral por las puestas grandiosas, sus arrebatadores primeros planos en gran angular, sus movimientos coreográficos en escena y algunos inolvidables planos secuencia. Chimes At Midnight es la dolorosa despedida de Orson hacia una corte hollywoodense que lo despreciaba y que, como Hal transformado en Enrique V, ha perdido su humanidad para volverse una sociedad anónima donde no hay lugar para payasos.

JPS

lunes, 18 de junio de 2012

Once Upon a Time in the West de Sergio Leone (1968)



Creo que he visto Once Upon a Time in the West unas cinco veces, y en cada visionado me encontré con una película nueva porque, si los fotogramas permanecen iguales, yo no dejo de cambiar. Quizás la gran virtud de la película sea permitir esas lecturas sucesivas que comienzan con la anécdota misma y terminan en una compleja red de referencias simbólicas y cinéfilas. El film es pionero en la siempre dudosa operación de la estilización, pero Leone lleva la idea con grandeza porque manifiesta un profundo conocimiento y amor por el cine.

Es fama aquella idea que dice que Leone veía a Estados Unidos desde Europa, en una distancia idealizadora, y que su cine no está relacionado con la historia de las sociedades, eso que inspiro a Ford, sino con la historia del cine, eso que inspiro a Godard. Once Upon a Time… es un comic, una aproximación lúdica al único género creado en pantalla, el western. La histórica escena inicial nos exhibe su lenguaje, su forma, y traza una visión que no tiene vínculo con lo real sino con lo cinematográfico, como si ambas cosas pudieras ser opuestas. No importa que toda la película este apoyada sobre una venganza banal y un poco estúpida, ni siquiera importan los negocios en disputa, lo central aquí es ese plano en el que aparece Fonda ¡haciendo de villano! por primera vez, o la increíble escena en la que Jason Robards le dice a Claudia Cardinale que no se queje si uno de los muchachos desea tocarte el culo. Es decir, mientras más desaforada y absurda mejor, porque los planos y los tiempos son desaforados y solo así se establece una relación orgánica entre forma y contenido.

Alguien ha dicho que cuando un género cae en la parodia está acabado, y eso es exactamente lo que sucede en Once Upon a Time... 6 años después de la amarga despedida de Ford en la monumental The Man Who Shot Liberty Valance, Leone entierra en el museo al imaginario del Oeste con un conmovedora opus que, en su irreverencia, es también una demostración de afecto.

Pienso que una escena de Roma Citta Apperta vale más que toda la filmografía de Leone, solo porque Rossellini captura una esencia que es imposible hallar en la exaltación del estilo que practica Sergio. Es cierto que los tiempos cambiaron, y que la televisión le exigió al cine una conciencia sobre el lenguaje que inevitablemente derivo en películas como estas, brillantes pero a su vez distanciadas de una realidad que los medios comenzaban a multiplicar obscenamente. Pero en Leone todavía hay una grandeza, una sensibilidad dada por sus infinitas horas en la oscuridad de la sala. Quizás Sergio odiaría saber que fue uno de los primeros en traer a los semiólogos al cine, especie que aun no le ha dado nada útil a la humanidad y que hasta hoy rige el estudio y el análisis de eso que llamamos películas y que, a la larga, solo nos hacen pasar un buen rato algún día de la semana. 

JPS

lunes, 4 de junio de 2012

L'arbre, le maire et la médiathèque de Eric Rohmer (1993)



L’arbre, le maire et la mediateque es una obra sin intriga o acción en el sentido americano de la palabra, en la que los personajes dialogan y dialogan por largos  minutos que fluyen en la calma del campo y de la ciudad sobre temas diversos como política y sociedad. No hay disparos ni desnudos sino el placer del lenguaje exhibido en palabras que se diluyen en la belleza y el silencio de los escenarios. Si uno de los consejos de guion más frecuentes es que los diálogos no sean explicativos, Rohmer dinamita la frase usando la palabra como materia prima para trabajar sobre las costumbres y las maneras de la sociedad a la que pertenece.

Como admirador y lector de literatura francesa, encuentro con frecuencia en los clásicos (Stendhal, Flaubert, Balzac) una marcada división social y cultural entre la gente de las provincias y la gente de las grandes ciudades. En todos los casos se realiza un alegato a favor de la urbanidad y el progreso y una crítica contra la burguesía mediocre y noble que se extinguió con la llegada de Napoleón.  Rohmer, sin embargo, es un caso único: un artista moderno que no deja de sentir nostalgia por los tiempos pre napoleónicos donde la calma y el orden dejaban el tiempo suficiente para contemplar la luz del sol sobre los arboles. Esto ha hecho que muchos lo consideren reaccionario o conservador pero la etiqueta parece quedarle chica al pequeño genio silencioso que es Rohmer, porque lo central en su obra es la búsqueda de la Belleza y no de la Historia, si me permiten las mayúsculas. Es decir, la belleza rohmeriana es un ideal a la manera griega y la historia es el accidente que sucede mientras los hombres se acercan o se alejan de ese ideal. En la dictadura de la relatividad pensar en un ideal de lo bello puede sonar retrogrado pero comparto profundamente esta intención y es cierto que la nueva generación de intelectuales universitarios todavía no ha mostrado más que bocetos de una realidad que es, fue y será incomprensible.

L’arbre, le maire et la mediateque narra la lucha de un maestro de escuela contra la instalación de una mediateca que, bajo la fachada del progreso y la inclusión, implica una ruptura con el orden apacible y perenne del campo. La resolución sigue la línea de pensamiento de Rohmer, con la que coincido plenamente. Si bien es cierto que nada en el Universo es estático y que ser conservador es ir contra la Naturaleza misma, me declaro reaccionario si por progreso se entiende colocar un cartel de Coca Cola o una foto de Cristina Fernández de Kirchner frente a un conjunto de ladrillos. El progreso es engañoso y suele venir acompañado de billetes y de las personas que los ponen. En ese caso, como Rohmer, opto por el árbol y por la Belleza, si me permiten la mayúscula.   

JPS